viernes, 28 de septiembre de 2012


¿El medio pelo en la calle?


Por Horacio González *


Hay un mercado de imágenes y una ideología que pertenece al mercado de imágenes. Podemos darles nombre: inseguridad urbana, inflación económica y corrupción política. ¿Es que no existen estas cuestiones? Por supuesto que existen. Tienen su grado empírico y efectivo de existencia en todos los grandes tráficos entre economía pública, vida urbana, instituciones públicas y privadas. Son características de toda vida metropolitana no sólo moderna –de las megalópolis contemporáneas–, sino de las que ya retrataban los grandes tratadistas políticos del siglo XVI, la Florencia de Maquiavelo, por ejemplo. ¿Cuál es la diferencia entre la existencia real de estas dimensiones oscuras de la vida social –siempre hay ilegalidades diversas, las ilegalidades son un percutor de la reproducción del capitalismo– y lo que aquí llamamos el mercado de las imágenes? La diferencia es que todos esos temas reales que las democracias progresistas deben resolver con políticas renovadas, cuando ingresan al mercado de las imágenes se convierten en cuestiones autobiográficas, en efigies e iconografías de un sistema de ideas. La conocida propensión de los grandes medios del todo el mundo es haber logrado, gracias a tecnologías expositivas que antes fueron patrimonio de las vanguardias, que un caso o varios casos, incluso numerosos casos de cada uno de estos nuevos flagelos aparezcan como arquetipos de una genérica institución política, considerada como un nuevo Leviatán. Siempre se pensó que un puñado de casos eran un tema estadístico. En el mercado de imágenes, todo ello tiene rango ideológico y furtivo. Serían ciertos Estados que por cualquier razón, especialmente si hay políticas de cuño popularista o de énfasis social de por medio, los contemplados por una razón potencial que los cuestiona señalando elementos que afectan al existir profundo, todo lo que responde al orden de la securitas, la inflatio y la corruptio. Sí, dicho en latín, porque estas nociones ya están en los autores más antiguos. Sólo que ahora, presentadas como tejidos mentales, urdimbres subyacentes del alma colectiva e interpelaciones a la condición ciudadana, han rehecho en todo el mundo la noción misma de clase media con disponibilidad para las grandes maniobras morales. Es correcto el nombre si se las quiere ver como un mundo difuso, cuya armazón interna son esos arquetipos que a menudo son invisibles, pero que apuntan a la definición existencial del hombre medio, no el homo cualunque ni el medio pelo, sino el que se define por sus condiciones exteriores de vida segura, mundo social límpido y carencia de reflexión sobre las biografías profesionales. La clase media es la más creyente en su autodeterminación –suele salir a las calles con la bandera de la libertad– y es también la más teledirigida en sus prácticas políticas. Consigue la hazaña de llamar libertad a una tautología que se mueve como giróscopo interno de sus propios temores. Así, la libertad puede ser sinónimo de su misma pérdida. ¿Hay que condenarla por eso? Sí, porque en nombre de la libertad del mercado de las imágenes, frustran la comprensión de la libertad que laboriosamente descubren las sociedades en la construcción real de sus derechos. Tal distorsión de la idea de libertad puede ser condenada en el tribunal severo de las filosofías de la emancipación. No obstante, como también se emplea la palabra, aunque sea de modo literal, la cuestión de la libertad nos reclama atención y más aguzados análisis de movilizaciones como la ocurrida el jueves pasado en las grandes capitales del país. No es necesario pasar nuevamente por la trilla de tópicos no desdeñables, pero que son los más visibles, vituperables y aprehensibles de lo que ya se ha dicho una y otra vez. No trivialicemos la cuestión, aunque sea necesario decir que hay en esos sectores movilizados resurrectos catafalcos de ultraderecha, póstumos gozadores de los bombardeos del ’55, señoras que acaban de salir del shopping con la bolsita de compras que se suman sin ningún distanciamiento gramatical al carrusel rimbombante de los juglares caceroleantes, el personal estable de la 125, el hombre o mujer popular que hizo entrar desdichadamente en su ácido anecdotario conversacional las palabras “populismo”, “negros de porquería” o “cepo cambiario”. No obstante, no parece adecuado desdeñar lo ocurrido ni a través de cómputos ceñidos de manifestantes ni por medio de comparaciones con capítulos ancestrales o más recientes de la vida nacional. Lo que ocurrió, ocurrió de sorpresa aunque con un clima preexistente –perfectamente intuible– y en perfecta retroalimentación circular con la malla intensa de enunciados que sale de la conocida aparatología comunicacional. Todo ello merece una reflexión profunda que es el cuño último de la vida política, pues en ella, nada en verdad redunda, sino que todos son hechos nuevos. Cierto que éstos tienen molduras, playas naturales de estacionamiento, sumas y picos estadísticos que el buen analista recopila. Pero no es posible dejar de comprender, y hay que hacerlo sin lamentar, sin lanzar invectivas y sobre todo sin creer que el mundo ya está interpretado. Jauretche escribió el Mediopelo preocupado por el hecho de este gran sector de la población no se animara a recorrer caminos comunes con los sectores que asumen con mayor decisión un ánimo popularista, le falte o no mayor precisión en sus proclamas y mensuras. No escribió ese mentado libro Jauretche para condenar a un gran manchón social y simbólico, sino para estudiar –como lo hicieron y lo hacen sociólogos académicos de todo tipo de orientación– a un sector ambiguo –que hace de esta noción su fuerza– tanto en sus formas de circulación económica como de consagración de prestigios, consumos culturales, formas de certificación honorífica y simbologías que sitúan el ser en el mundo. Los libros de Jauretche son contemporáneos de las obras de Vance Packard sobre la publicidad y el prestigio como orden clasificatorio de las personas, también relacionados, con obvias diferencias que no vienen al caso ahora, con la obra de Pierre Bourdieu sobre el modo en que se reproducen los símbolos distintivos en el poder de las aristocracias y mesocracias. ¿No convendría revisar ahora estas nociones antes de echar mano a lo que ya sabemos para cuestionar a estos sectores que –para decirlo rápido– presentan una gran cantidad de prejuicios sociales e incluso étnicos, como formas de conocimiento? Siento que no hemos hecho lo necesario para abordar más resueltamente (esto es: más imaginativamente) esta crucial cuestión cultural, que posee manifestaciones nuevas y largas tradiciones que la cimentaron. No son necesarias las pedagogías quejosas, las reeducaciones soberbias ni mucho menos el abandono de la cuestión por ser un arduo acertijo político. Lo político consiste en anotar todo signo novedoso de la vida en común en un cuadernito invisible, que al fin de cuentas es la conciencia social de los representantes del pueblo. Esto que ocurrió, ocurrió. Y no se puede desdeñar su gravosa repercusión. Y ocurrió también en los planos soterrados de toda la conciencia social del país. Es un fenómeno riesgoso, con potencial desestabilizador; así se lo quiere y así se quieren. Saber de que todo esto ocurre en el Hotel del Abismo impone menos señalar a los que medran con el espectáculo –sábese quienes invisten o se invisten en ese rol– que buscar en el trasiego y legado democrático del país nuevas razones que hagan de lo ocurrido un síntoma también de reflexión para los que pisaron el pavimento –de Santa Fe y Callao, sea–, para posibilitarnos decir lo que quizá no se quiera oír, para que acaso la historia pase de creer que algunos hacen lo que deben a que se tome conciencia de que en general no saben lo que hacen. Frase dura del decir político y definición última de la conciencia. Si la decimos, es porque es necesario que crezca en nosotros una crítica más sabia sobre lo que los otros hacen. Y al poder decir que hacemos política porque siempre es bueno transitar el camino que nos permita saber que los que criticamos a “los que lo hacen pero no lo saben”, estamos pugnando para mostrar también un saber que valga la pena ser sabido.

 * Director de la Biblioteca Nacional. Miembro de Carta Abierta.

lunes, 6 de agosto de 2012

HOY

Los dos pilotos de Hiroshima


Por José Pablo Feinmann

En 1956, el filósofo vienés Günther Anders inicia una correspondencia con el piloto arrepentido, loco, definitivamente extraviado, de Hiroshima. Porque hay otro: sólido, impasible, que disfruta los frutos de un triunfo de la patria, la destrucción como ofrenda extrema entregada a la nación y a sus habitantes. Nos ocuparemos del primero. Del pobre loco. Aunque no dejaremos de mencionar el ejemplo que ha dejado al mundo el otro: el que fue capaz de asumir un genocidio como la más brillante de todas sus medallas, como el más destellante presente que podía un soldado ofrecer, primero, a su Ejército, y segundo en paralelo, a su nación y a sus habitantes. Qué tanto, ¡había que ganar esa guerra!

Günther Anders era un hombre de origen judío, había luchado en la Primera Guerra Mundial, había sido discípulo de Husserl y Heidegger, compañero de estudios de Hannah Arendt y se casa con ella en 1929. Los dos huyen de Alemania. Se divorcian en 1936. Tal vez los uniera más el espanto que el amor (por citar una frase trillada). Luego de la guerra se consagra al estudio de las partes más oscuras del ente antropológico. De su visita a Auschwitz deja el siguiente, estremecedor testimonio: “Si se me pregunta en qué día me avergoncé absolutamente, responderé: en esta tarde de verano cuando en Auschwitz estuve ante los montones de anteojos, de zapatos, de dentaduras postizas, de manojos de cabellos humanos, de maletas sin dueño. Porque allí tendrían que haber estado también mis anteojos, mis dientes, mis zapatos, mi maleta. Y me sentí –ya que no había sido un preso en Auschwitz porque me había salvado por casualidad– sí, me sentí un desertor”. De ahí en más desarrolla en sus textos temas ligados al tecnocapitalismo en la senda que su maestro Heidegger había marcado. Pero sin las marcas nacionalsocialistas que hieren el pensamiento del Rector Friburgo. En 1983, le otorgan el Premio Theodor Adorno, cuya importancia se conoce: no hay otro más alto en Alemania. Quien le entrega el Premio (un hombre que no acuerda con sus ideas, pero así es la democracia), dice: “Honramos aquí al filósofo Günther Anders porque él nos contradice, nos advierte constantemente, nos sacude”. Anders responde: “Soy sólo un conservador ontológico. Que trata de que el mundo se conserve para poder modificarlo”.

Claude Eatherly es uno de los pilotos que han dejado caer una de las bombas sobre Hiroshima. Vio el resplandor diabólico o místico, cuasi divino, bajo sus ojos. Cuando aterrizó, secamente le dijeron: “Mataste 200.000 personas en cinco minutos”. Nadie le había dicho eso... Eatherly no lo puede tolerar. Enloquece. Truman, en lugar de un héroe, recibe a un loco, lleno de cargas intolerables, herido por la culpa, por la autoflagelación. Lo meten en un loquero del Pentágono. Pasa ahí seis años. Queda libre. Pero para andar a la deriva. Llevando su tragedia de un lado a otro. Por fin, en Nueva Orleáns se empacha de barbitúricos buscando morir, pero lo salvan. El otro piloto es el coronel Thibbets. Es el que asume ser un héroe de guerra: “No siento ningún arrepentimiento. Soy un soldado y me dieron una orden. Cuando un soldado recibe una orden, la cumple. Si mueren 200.000 personas yo no tengo la culpa. No lo decidí y lo ignoraba”. Eatherly es culpable de, en lugar de ser un héroe, en lugar de hacerles sentir a los norteamericanos y al Ejército que ganaron esa guerra heroicamente, de angustiarse, sufrir y volverse loco. No puede vivir jamás tranquilo. ¿Cómo perdonarle eso? Entonces, ¿qué nos dice el loco de Eatherly? ¿Que todos debemos hacer eso? ¿Volvernos locos? ¡Qué locura!

Hasta que Günther Anders, el 3 de junio de 1959, le envía a Eatherly su primera carta: “El que escribe estas líneas es para usted un desconocido. Para nosotros, en cambio, para mis amigos y para mí, usted es una persona conocida. Seguimos con el corazón en un puño sus esfuerzos por salir de su desgracia (...) Como cada año, el próximo 6 de agosto la población de Hiroshima conmemora el día en que sucedió ‘aquello’. Usted podría enviar a esas personas un mensaje adecuado para tal conmemoración. Si se dirigiese a esas personas como ser humano diciéndoles: ‘En aquel momento yo no sabía lo que hacía, pero ahora sí lo sé. Y sé que jamás ha de repetirse algo similar’ (...) Lo que sería de justicia, puesto que también usted Eatherly, es una víctima de Hiroshima. Y puede que esto también fuese para usted, si no un consuelo, sí al menos un motivo de alegría. Con la expresión del afecto que siento hacia cada una de esas víctimas, le mando mis saludos”. Se entrecruzaron más de sesenta cartas de inevitable lectura.


http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-180728-2011-11-07.html

miércoles, 20 de junio de 2012

50

Mort Cinder, un inmortal cumple años

  Por Juan Sasturain

 

En julio de 1962 –van a cumplirse en estos días cincuenta años–, en la segunda etapa de la mítica revista Misterix, puesta en el kiosco semanalmente por Editorial Yago, apareció la primera entrega de una historieta memorable: Mort Cinder. Dibujada por Alberto Breccia y guionada por Héctor Germán Oesterheld, se prolongó por dos años a lo largo de diez episodios y más de doscientas páginas increíbles, hasta interrumpirse en el verano del ’64. Mort Cinder es considerada hoy –y desde hace mucho– un auténtico clásico, una obra maestra de la historieta universal.
Breccia y Oesterheld –con algo más de cuarenta años por entonces– venían de realizar juntos Sherlock Time en la revista Hora Cero a fines de los cincuenta, y tras al fracaso económico de Editorial Frontera, derivaban sin anclaje firme. Comenzaba un período de incertidumbre para la historieta argentina tras un período áureo, y estos dos grandes protagonistas, con esta explosión de creatividad más o menos contaminada de angustia y oscura reflexión plástica y narrativa que son las historias del inmortal testigo de los tiempos y la memoria universal que muere cada vez (Mort Cinder es “muerte” y “ceniza” desde el nombre), cerraban un ciclo con un paso desmesurado hacia lo que todavía no se veía ni venir.
Después, a fines de los sesenta, como hechos aislados, producirían juntos la Vida del Che y la segunda versión (inconclusa) de El Eternauta original, en ambos casos con la presencia activa del joven Enrique Breccia de ladero. Pero ya eran otros tiempos: la consagración crítica y académica –artículo luminoso de Oscar Masotta en la efímera revista LD (literatura dibujada) y la muestra en el Instituto Di Tella durante la Bienal Internacional de la Historieta de 1968– coincidía para Breccia con el inicio de un período que se prolongaría a lo largo de los siguientes veinte años, en que produciría sobre todo sus nuevas obras maestras para el mercado europeo; Oesterheld, a su vez, se entregaría a la militancia revolucionaria que lo convertiría en una víctima más de los años de plomo.
Mort Cinder –que el lector puede encontrar, por suerte, en ediciones argentinas de Colihue o de la popular colección de historietas que sacó Clarín hace unos años– es una obra maestra de transición, una genialidad incomparable. No vale la pena contarla aquí, hay que leerla. Sólo quiero recoger un testimonio.
Tuve la suerte o el privilegio, hace ya muchos años, de sentarme a lo largo de varias tardes de invierno a grabar los recuerdos de Alberto Breccia. Les transcribo algunos párrafos relativos a la historieta a la que hoy le festejamos el cincuentenario. Yo pregunto y el Viejo Breccia contesta:
–Estabas en uno de esos momentos de transición, al desvincularte de Quinterno y con Frontera prácticamente desaparecida. Antes de que salga la nueva etapa de Misterix, ¿qué hacías?
–Changuitas, alguna tapita para Códex, laburos minúsculos. Pero después me llama Romay, para hacer una aventura con Héctor en Misterix. Que va a ser Mort Cinder...
–¿Cómo es el contacto entre ustedes?
–Me llama Romay y nos reunimos. Héctor me manda con el suegro un primer esbozo de argumento y yo le dije que no, que mejor nos reuníamos y lo charlábamos. Y empezamos a reunirnos en El Palacio de las Papas Fritas, en Corrientes, y ahí comenzamos a bosquejar la historieta. Yo estaba enloquecido con el argumento y empecé a buscarle la cara a Mort Cinder. Pero no había caso.
–Te gustaba la historia.
–¡Sí! Pero no le encontraba la cara a él. Entonces le pedí a Héctor que demorara la aparición de Mort Cinder varias semanas, que una vez que yo me metiera en la historieta iba a salir solo. Y así fue, cuando salió del sepulcro, salió solo Mort Cinder.
–Claro, vos me lo contaste alguna vez. Terminó teniendo la cara de Horacio Lalia, que trabajaba con vos entonces.
–Sí, más o menos. Son rostros, como en el caso de Sherlock Time, de los que yo llamo cara de lata, la propia del héroe... Tienen rasgos más simples, no tan cargados como los de los secundarios.
–Mort Cinder de algún modo empieza sin él, con el anticuario solo, en el unitario del amuleto egipcio que termina con la cara de Ezra mirando a cámara y diciendo: “¿Está el pasado tan muerto como pensamos?”.
–Lo hicimos para un número extra que yo dibujé la tapa.
–Eso me lo mostraste. ¿Cómo era ese proyecto de la segunda época de Misterix? ¿Había plata ahí?
–Quién financiaba el proyecto, no lo sé. Pero era poca plata.
–A vos te gustaba mucho lo que estabas haciendo...
–Sí, mucho. Lo hacía con un cariño.
–Y esos originales te los llevabas de la editorial y te los traías a casa.
–Sí, sí. Esos los recuperaba.
–Inmediatamente.
–De inmediato. Ahí los llevaba yo y los traía yo. Porque además no había nadie acá... No, estaba Lalia, claro. Pero iba yo. Me acuerdo que en algún momento hicimos una reunión acá y surgió la idea de que uno fuera a Europa a vender el material que se producía. Creo que me habían propuesto a mí y yo les dije que no, porque mi mujer ya estaba enferma. Yo después me enteré de que Mort Cinder no gustaba en Europa, no interesaba. Se vendían otras historias. Pero todo eso era muy, muy...
–Vendían, por ejemplo, el laburo de Del Castillo. Garret, esas cosas de Arturo, de cowboys...
–Sí, y Mort Cinder no andaba. Pero todo eso te lo digo pero no te lo puedo asegurar, porque eran versiones. Era todo muy confuso. Acá, toda la parte de historietas hasta determinada época era una confusión, una de afanos y de mentiras...
–Y ahí aparece Pratt también. Porque Hugo en un momento dado se hace cargo de Misterix antes de volverse definitivamente en el ’64.
–No sé. Pero sé que él se lleva las cosas a Génova, va a trabajar y publicar con Ivaldi.
–¿Y ustedes?
–Héctor, en medio de Las Termópilas, suspende el Mort Cinder durante meses. Porque no había cobrado.
–En este caso él no tenía nada que ver con la empresa. Era empleado, como vos.
–Cobraba muy poca guita, como yo cobraba muy poca guita.
–En comparación con lo que habías ganado antes...
–No era nada. Prácticamente nada. Entonces yo, para ver si conseguía interesarlo a Héctor, me invento toda una mentira de que la King Feataures estaba interesada, porque yo me comuniqué con la King Features, realmente. Hablé con el que era el presidente de los corresponsales extranjeros y él la mandó a los EE.UU. Y entonces con esa carta le dije a Héctor que podía colocarse en los EE.UU. (era falso, porque no les había interesado) y que por favor me terminara Las Termópilas. Me la terminó; si no, hubiese quedado inconclusa.
–Y ahí terminó.
–Y ahí se cortó Mort Cinder, Héctor no quiso seguirla. Posteriormente, años después, me dio un hermosísimo argumento...
–Diligencia de Cuchillo.
–Exactamente. Que después se lo vendió a otra persona.
–Si un día lo encontramos –porque seguro que debe andar por ahí entre los papeles de Héctor– sería lindo que lo hicieras.
–Era un hermosísimo argumento. Pero, bueno, ahí se terminó...
Tal cual el recuerdo. Ustedes, lectores, saben que Oesterheld desapareció en el ‘77 y que el viejo Breccia murió en el ‘93, unos cinco o seis años después de esta charla que acabo de transcribir.
Pero Mort Cinder sigue ahí.


 http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-196636-2012-06-18.html