viernes, 28 de septiembre de 2012


¿El medio pelo en la calle?


Por Horacio González *


Hay un mercado de imágenes y una ideología que pertenece al mercado de imágenes. Podemos darles nombre: inseguridad urbana, inflación económica y corrupción política. ¿Es que no existen estas cuestiones? Por supuesto que existen. Tienen su grado empírico y efectivo de existencia en todos los grandes tráficos entre economía pública, vida urbana, instituciones públicas y privadas. Son características de toda vida metropolitana no sólo moderna –de las megalópolis contemporáneas–, sino de las que ya retrataban los grandes tratadistas políticos del siglo XVI, la Florencia de Maquiavelo, por ejemplo. ¿Cuál es la diferencia entre la existencia real de estas dimensiones oscuras de la vida social –siempre hay ilegalidades diversas, las ilegalidades son un percutor de la reproducción del capitalismo– y lo que aquí llamamos el mercado de las imágenes? La diferencia es que todos esos temas reales que las democracias progresistas deben resolver con políticas renovadas, cuando ingresan al mercado de las imágenes se convierten en cuestiones autobiográficas, en efigies e iconografías de un sistema de ideas. La conocida propensión de los grandes medios del todo el mundo es haber logrado, gracias a tecnologías expositivas que antes fueron patrimonio de las vanguardias, que un caso o varios casos, incluso numerosos casos de cada uno de estos nuevos flagelos aparezcan como arquetipos de una genérica institución política, considerada como un nuevo Leviatán. Siempre se pensó que un puñado de casos eran un tema estadístico. En el mercado de imágenes, todo ello tiene rango ideológico y furtivo. Serían ciertos Estados que por cualquier razón, especialmente si hay políticas de cuño popularista o de énfasis social de por medio, los contemplados por una razón potencial que los cuestiona señalando elementos que afectan al existir profundo, todo lo que responde al orden de la securitas, la inflatio y la corruptio. Sí, dicho en latín, porque estas nociones ya están en los autores más antiguos. Sólo que ahora, presentadas como tejidos mentales, urdimbres subyacentes del alma colectiva e interpelaciones a la condición ciudadana, han rehecho en todo el mundo la noción misma de clase media con disponibilidad para las grandes maniobras morales. Es correcto el nombre si se las quiere ver como un mundo difuso, cuya armazón interna son esos arquetipos que a menudo son invisibles, pero que apuntan a la definición existencial del hombre medio, no el homo cualunque ni el medio pelo, sino el que se define por sus condiciones exteriores de vida segura, mundo social límpido y carencia de reflexión sobre las biografías profesionales. La clase media es la más creyente en su autodeterminación –suele salir a las calles con la bandera de la libertad– y es también la más teledirigida en sus prácticas políticas. Consigue la hazaña de llamar libertad a una tautología que se mueve como giróscopo interno de sus propios temores. Así, la libertad puede ser sinónimo de su misma pérdida. ¿Hay que condenarla por eso? Sí, porque en nombre de la libertad del mercado de las imágenes, frustran la comprensión de la libertad que laboriosamente descubren las sociedades en la construcción real de sus derechos. Tal distorsión de la idea de libertad puede ser condenada en el tribunal severo de las filosofías de la emancipación. No obstante, como también se emplea la palabra, aunque sea de modo literal, la cuestión de la libertad nos reclama atención y más aguzados análisis de movilizaciones como la ocurrida el jueves pasado en las grandes capitales del país. No es necesario pasar nuevamente por la trilla de tópicos no desdeñables, pero que son los más visibles, vituperables y aprehensibles de lo que ya se ha dicho una y otra vez. No trivialicemos la cuestión, aunque sea necesario decir que hay en esos sectores movilizados resurrectos catafalcos de ultraderecha, póstumos gozadores de los bombardeos del ’55, señoras que acaban de salir del shopping con la bolsita de compras que se suman sin ningún distanciamiento gramatical al carrusel rimbombante de los juglares caceroleantes, el personal estable de la 125, el hombre o mujer popular que hizo entrar desdichadamente en su ácido anecdotario conversacional las palabras “populismo”, “negros de porquería” o “cepo cambiario”. No obstante, no parece adecuado desdeñar lo ocurrido ni a través de cómputos ceñidos de manifestantes ni por medio de comparaciones con capítulos ancestrales o más recientes de la vida nacional. Lo que ocurrió, ocurrió de sorpresa aunque con un clima preexistente –perfectamente intuible– y en perfecta retroalimentación circular con la malla intensa de enunciados que sale de la conocida aparatología comunicacional. Todo ello merece una reflexión profunda que es el cuño último de la vida política, pues en ella, nada en verdad redunda, sino que todos son hechos nuevos. Cierto que éstos tienen molduras, playas naturales de estacionamiento, sumas y picos estadísticos que el buen analista recopila. Pero no es posible dejar de comprender, y hay que hacerlo sin lamentar, sin lanzar invectivas y sobre todo sin creer que el mundo ya está interpretado. Jauretche escribió el Mediopelo preocupado por el hecho de este gran sector de la población no se animara a recorrer caminos comunes con los sectores que asumen con mayor decisión un ánimo popularista, le falte o no mayor precisión en sus proclamas y mensuras. No escribió ese mentado libro Jauretche para condenar a un gran manchón social y simbólico, sino para estudiar –como lo hicieron y lo hacen sociólogos académicos de todo tipo de orientación– a un sector ambiguo –que hace de esta noción su fuerza– tanto en sus formas de circulación económica como de consagración de prestigios, consumos culturales, formas de certificación honorífica y simbologías que sitúan el ser en el mundo. Los libros de Jauretche son contemporáneos de las obras de Vance Packard sobre la publicidad y el prestigio como orden clasificatorio de las personas, también relacionados, con obvias diferencias que no vienen al caso ahora, con la obra de Pierre Bourdieu sobre el modo en que se reproducen los símbolos distintivos en el poder de las aristocracias y mesocracias. ¿No convendría revisar ahora estas nociones antes de echar mano a lo que ya sabemos para cuestionar a estos sectores que –para decirlo rápido– presentan una gran cantidad de prejuicios sociales e incluso étnicos, como formas de conocimiento? Siento que no hemos hecho lo necesario para abordar más resueltamente (esto es: más imaginativamente) esta crucial cuestión cultural, que posee manifestaciones nuevas y largas tradiciones que la cimentaron. No son necesarias las pedagogías quejosas, las reeducaciones soberbias ni mucho menos el abandono de la cuestión por ser un arduo acertijo político. Lo político consiste en anotar todo signo novedoso de la vida en común en un cuadernito invisible, que al fin de cuentas es la conciencia social de los representantes del pueblo. Esto que ocurrió, ocurrió. Y no se puede desdeñar su gravosa repercusión. Y ocurrió también en los planos soterrados de toda la conciencia social del país. Es un fenómeno riesgoso, con potencial desestabilizador; así se lo quiere y así se quieren. Saber de que todo esto ocurre en el Hotel del Abismo impone menos señalar a los que medran con el espectáculo –sábese quienes invisten o se invisten en ese rol– que buscar en el trasiego y legado democrático del país nuevas razones que hagan de lo ocurrido un síntoma también de reflexión para los que pisaron el pavimento –de Santa Fe y Callao, sea–, para posibilitarnos decir lo que quizá no se quiera oír, para que acaso la historia pase de creer que algunos hacen lo que deben a que se tome conciencia de que en general no saben lo que hacen. Frase dura del decir político y definición última de la conciencia. Si la decimos, es porque es necesario que crezca en nosotros una crítica más sabia sobre lo que los otros hacen. Y al poder decir que hacemos política porque siempre es bueno transitar el camino que nos permita saber que los que criticamos a “los que lo hacen pero no lo saben”, estamos pugnando para mostrar también un saber que valga la pena ser sabido.

 * Director de la Biblioteca Nacional. Miembro de Carta Abierta.

lunes, 6 de agosto de 2012

HOY

Los dos pilotos de Hiroshima


Por José Pablo Feinmann

En 1956, el filósofo vienés Günther Anders inicia una correspondencia con el piloto arrepentido, loco, definitivamente extraviado, de Hiroshima. Porque hay otro: sólido, impasible, que disfruta los frutos de un triunfo de la patria, la destrucción como ofrenda extrema entregada a la nación y a sus habitantes. Nos ocuparemos del primero. Del pobre loco. Aunque no dejaremos de mencionar el ejemplo que ha dejado al mundo el otro: el que fue capaz de asumir un genocidio como la más brillante de todas sus medallas, como el más destellante presente que podía un soldado ofrecer, primero, a su Ejército, y segundo en paralelo, a su nación y a sus habitantes. Qué tanto, ¡había que ganar esa guerra!

Günther Anders era un hombre de origen judío, había luchado en la Primera Guerra Mundial, había sido discípulo de Husserl y Heidegger, compañero de estudios de Hannah Arendt y se casa con ella en 1929. Los dos huyen de Alemania. Se divorcian en 1936. Tal vez los uniera más el espanto que el amor (por citar una frase trillada). Luego de la guerra se consagra al estudio de las partes más oscuras del ente antropológico. De su visita a Auschwitz deja el siguiente, estremecedor testimonio: “Si se me pregunta en qué día me avergoncé absolutamente, responderé: en esta tarde de verano cuando en Auschwitz estuve ante los montones de anteojos, de zapatos, de dentaduras postizas, de manojos de cabellos humanos, de maletas sin dueño. Porque allí tendrían que haber estado también mis anteojos, mis dientes, mis zapatos, mi maleta. Y me sentí –ya que no había sido un preso en Auschwitz porque me había salvado por casualidad– sí, me sentí un desertor”. De ahí en más desarrolla en sus textos temas ligados al tecnocapitalismo en la senda que su maestro Heidegger había marcado. Pero sin las marcas nacionalsocialistas que hieren el pensamiento del Rector Friburgo. En 1983, le otorgan el Premio Theodor Adorno, cuya importancia se conoce: no hay otro más alto en Alemania. Quien le entrega el Premio (un hombre que no acuerda con sus ideas, pero así es la democracia), dice: “Honramos aquí al filósofo Günther Anders porque él nos contradice, nos advierte constantemente, nos sacude”. Anders responde: “Soy sólo un conservador ontológico. Que trata de que el mundo se conserve para poder modificarlo”.

Claude Eatherly es uno de los pilotos que han dejado caer una de las bombas sobre Hiroshima. Vio el resplandor diabólico o místico, cuasi divino, bajo sus ojos. Cuando aterrizó, secamente le dijeron: “Mataste 200.000 personas en cinco minutos”. Nadie le había dicho eso... Eatherly no lo puede tolerar. Enloquece. Truman, en lugar de un héroe, recibe a un loco, lleno de cargas intolerables, herido por la culpa, por la autoflagelación. Lo meten en un loquero del Pentágono. Pasa ahí seis años. Queda libre. Pero para andar a la deriva. Llevando su tragedia de un lado a otro. Por fin, en Nueva Orleáns se empacha de barbitúricos buscando morir, pero lo salvan. El otro piloto es el coronel Thibbets. Es el que asume ser un héroe de guerra: “No siento ningún arrepentimiento. Soy un soldado y me dieron una orden. Cuando un soldado recibe una orden, la cumple. Si mueren 200.000 personas yo no tengo la culpa. No lo decidí y lo ignoraba”. Eatherly es culpable de, en lugar de ser un héroe, en lugar de hacerles sentir a los norteamericanos y al Ejército que ganaron esa guerra heroicamente, de angustiarse, sufrir y volverse loco. No puede vivir jamás tranquilo. ¿Cómo perdonarle eso? Entonces, ¿qué nos dice el loco de Eatherly? ¿Que todos debemos hacer eso? ¿Volvernos locos? ¡Qué locura!

Hasta que Günther Anders, el 3 de junio de 1959, le envía a Eatherly su primera carta: “El que escribe estas líneas es para usted un desconocido. Para nosotros, en cambio, para mis amigos y para mí, usted es una persona conocida. Seguimos con el corazón en un puño sus esfuerzos por salir de su desgracia (...) Como cada año, el próximo 6 de agosto la población de Hiroshima conmemora el día en que sucedió ‘aquello’. Usted podría enviar a esas personas un mensaje adecuado para tal conmemoración. Si se dirigiese a esas personas como ser humano diciéndoles: ‘En aquel momento yo no sabía lo que hacía, pero ahora sí lo sé. Y sé que jamás ha de repetirse algo similar’ (...) Lo que sería de justicia, puesto que también usted Eatherly, es una víctima de Hiroshima. Y puede que esto también fuese para usted, si no un consuelo, sí al menos un motivo de alegría. Con la expresión del afecto que siento hacia cada una de esas víctimas, le mando mis saludos”. Se entrecruzaron más de sesenta cartas de inevitable lectura.


http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-180728-2011-11-07.html

miércoles, 20 de junio de 2012

50

Mort Cinder, un inmortal cumple años

  Por Juan Sasturain

 

En julio de 1962 –van a cumplirse en estos días cincuenta años–, en la segunda etapa de la mítica revista Misterix, puesta en el kiosco semanalmente por Editorial Yago, apareció la primera entrega de una historieta memorable: Mort Cinder. Dibujada por Alberto Breccia y guionada por Héctor Germán Oesterheld, se prolongó por dos años a lo largo de diez episodios y más de doscientas páginas increíbles, hasta interrumpirse en el verano del ’64. Mort Cinder es considerada hoy –y desde hace mucho– un auténtico clásico, una obra maestra de la historieta universal.
Breccia y Oesterheld –con algo más de cuarenta años por entonces– venían de realizar juntos Sherlock Time en la revista Hora Cero a fines de los cincuenta, y tras al fracaso económico de Editorial Frontera, derivaban sin anclaje firme. Comenzaba un período de incertidumbre para la historieta argentina tras un período áureo, y estos dos grandes protagonistas, con esta explosión de creatividad más o menos contaminada de angustia y oscura reflexión plástica y narrativa que son las historias del inmortal testigo de los tiempos y la memoria universal que muere cada vez (Mort Cinder es “muerte” y “ceniza” desde el nombre), cerraban un ciclo con un paso desmesurado hacia lo que todavía no se veía ni venir.
Después, a fines de los sesenta, como hechos aislados, producirían juntos la Vida del Che y la segunda versión (inconclusa) de El Eternauta original, en ambos casos con la presencia activa del joven Enrique Breccia de ladero. Pero ya eran otros tiempos: la consagración crítica y académica –artículo luminoso de Oscar Masotta en la efímera revista LD (literatura dibujada) y la muestra en el Instituto Di Tella durante la Bienal Internacional de la Historieta de 1968– coincidía para Breccia con el inicio de un período que se prolongaría a lo largo de los siguientes veinte años, en que produciría sobre todo sus nuevas obras maestras para el mercado europeo; Oesterheld, a su vez, se entregaría a la militancia revolucionaria que lo convertiría en una víctima más de los años de plomo.
Mort Cinder –que el lector puede encontrar, por suerte, en ediciones argentinas de Colihue o de la popular colección de historietas que sacó Clarín hace unos años– es una obra maestra de transición, una genialidad incomparable. No vale la pena contarla aquí, hay que leerla. Sólo quiero recoger un testimonio.
Tuve la suerte o el privilegio, hace ya muchos años, de sentarme a lo largo de varias tardes de invierno a grabar los recuerdos de Alberto Breccia. Les transcribo algunos párrafos relativos a la historieta a la que hoy le festejamos el cincuentenario. Yo pregunto y el Viejo Breccia contesta:
–Estabas en uno de esos momentos de transición, al desvincularte de Quinterno y con Frontera prácticamente desaparecida. Antes de que salga la nueva etapa de Misterix, ¿qué hacías?
–Changuitas, alguna tapita para Códex, laburos minúsculos. Pero después me llama Romay, para hacer una aventura con Héctor en Misterix. Que va a ser Mort Cinder...
–¿Cómo es el contacto entre ustedes?
–Me llama Romay y nos reunimos. Héctor me manda con el suegro un primer esbozo de argumento y yo le dije que no, que mejor nos reuníamos y lo charlábamos. Y empezamos a reunirnos en El Palacio de las Papas Fritas, en Corrientes, y ahí comenzamos a bosquejar la historieta. Yo estaba enloquecido con el argumento y empecé a buscarle la cara a Mort Cinder. Pero no había caso.
–Te gustaba la historia.
–¡Sí! Pero no le encontraba la cara a él. Entonces le pedí a Héctor que demorara la aparición de Mort Cinder varias semanas, que una vez que yo me metiera en la historieta iba a salir solo. Y así fue, cuando salió del sepulcro, salió solo Mort Cinder.
–Claro, vos me lo contaste alguna vez. Terminó teniendo la cara de Horacio Lalia, que trabajaba con vos entonces.
–Sí, más o menos. Son rostros, como en el caso de Sherlock Time, de los que yo llamo cara de lata, la propia del héroe... Tienen rasgos más simples, no tan cargados como los de los secundarios.
–Mort Cinder de algún modo empieza sin él, con el anticuario solo, en el unitario del amuleto egipcio que termina con la cara de Ezra mirando a cámara y diciendo: “¿Está el pasado tan muerto como pensamos?”.
–Lo hicimos para un número extra que yo dibujé la tapa.
–Eso me lo mostraste. ¿Cómo era ese proyecto de la segunda época de Misterix? ¿Había plata ahí?
–Quién financiaba el proyecto, no lo sé. Pero era poca plata.
–A vos te gustaba mucho lo que estabas haciendo...
–Sí, mucho. Lo hacía con un cariño.
–Y esos originales te los llevabas de la editorial y te los traías a casa.
–Sí, sí. Esos los recuperaba.
–Inmediatamente.
–De inmediato. Ahí los llevaba yo y los traía yo. Porque además no había nadie acá... No, estaba Lalia, claro. Pero iba yo. Me acuerdo que en algún momento hicimos una reunión acá y surgió la idea de que uno fuera a Europa a vender el material que se producía. Creo que me habían propuesto a mí y yo les dije que no, porque mi mujer ya estaba enferma. Yo después me enteré de que Mort Cinder no gustaba en Europa, no interesaba. Se vendían otras historias. Pero todo eso era muy, muy...
–Vendían, por ejemplo, el laburo de Del Castillo. Garret, esas cosas de Arturo, de cowboys...
–Sí, y Mort Cinder no andaba. Pero todo eso te lo digo pero no te lo puedo asegurar, porque eran versiones. Era todo muy confuso. Acá, toda la parte de historietas hasta determinada época era una confusión, una de afanos y de mentiras...
–Y ahí aparece Pratt también. Porque Hugo en un momento dado se hace cargo de Misterix antes de volverse definitivamente en el ’64.
–No sé. Pero sé que él se lleva las cosas a Génova, va a trabajar y publicar con Ivaldi.
–¿Y ustedes?
–Héctor, en medio de Las Termópilas, suspende el Mort Cinder durante meses. Porque no había cobrado.
–En este caso él no tenía nada que ver con la empresa. Era empleado, como vos.
–Cobraba muy poca guita, como yo cobraba muy poca guita.
–En comparación con lo que habías ganado antes...
–No era nada. Prácticamente nada. Entonces yo, para ver si conseguía interesarlo a Héctor, me invento toda una mentira de que la King Feataures estaba interesada, porque yo me comuniqué con la King Features, realmente. Hablé con el que era el presidente de los corresponsales extranjeros y él la mandó a los EE.UU. Y entonces con esa carta le dije a Héctor que podía colocarse en los EE.UU. (era falso, porque no les había interesado) y que por favor me terminara Las Termópilas. Me la terminó; si no, hubiese quedado inconclusa.
–Y ahí terminó.
–Y ahí se cortó Mort Cinder, Héctor no quiso seguirla. Posteriormente, años después, me dio un hermosísimo argumento...
–Diligencia de Cuchillo.
–Exactamente. Que después se lo vendió a otra persona.
–Si un día lo encontramos –porque seguro que debe andar por ahí entre los papeles de Héctor– sería lindo que lo hicieras.
–Era un hermosísimo argumento. Pero, bueno, ahí se terminó...
Tal cual el recuerdo. Ustedes, lectores, saben que Oesterheld desapareció en el ‘77 y que el viejo Breccia murió en el ‘93, unos cinco o seis años después de esta charla que acabo de transcribir.
Pero Mort Cinder sigue ahí.


 http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-196636-2012-06-18.html

sábado, 24 de marzo de 2012

La Sangre Derramada



La Sangre Derramada, Ensayo sobre la Violencia Politica. José Pablo Feinman





Reflexiones sobre la tortura


En algún momento del año 1965 -seis o siete meses antes del golpe de Juan Carlos Onganía, que fue, todos lo sabemos, más blando que el de Videla pero que lo prefiguró en ciertas acciones salvajes como el asalto a las universidades- dialogábamos con un par de compañeros de la Facultad de Filosofía acerca de la posibilidad de un golpe de Estado. Uno de ellos dijo que sí, que tal vez hubiera un golpe y que de ese golpe surgiría una dictadura. Pero -añadió- jamás tendría la dureza, el grado de salvajismo de las otras distaduras latinoamericanas. "No sabemos nada de la verdadera fiereza del imperialismo", dijo, utilizandoesa palabra de la época, imperialismo. Secretamente, pensábamos que nunca habríamos de saberlo. Porque la Argentina no era latinoamérica, sino un país europeísta y culto.Un país en el que los estragos del imperialismo no podrían jamás adoptar el salvajismo de las dictaduras de Batista o Trujillo. Eso pasaba lejos, en el Caribe, donde el calor y la incultura arrojaban a los hombres a un salvajismo sin límites. Recuerdo (y tal vez recuerdo precisamente esto por mi pasión por el cine) que mi compañero ilustró su tesis con una anécdota macabra: Trujillo, dijo, invitaba a su yate a las bellas actrices Kim Novak y Zsa Zsa Gabor, se adentraba en las aguas del Caribe y allí, en la soledad del mar, bajo ese solcaliente y dulce, entregado a la elegancia de los cocktails, y para diversión de las bellas actrices y de algunos otros -muy pocos- pasajeros, ordenaba a sus sicarios arrojar presospolíticos a los tiburones. Y nosotros, en 1965, pensábamos: ese salvajismo, ese absoluto desdén por la vida es imposible en la Argentina. Pero no: lo imposible no es argentino.Esta experiencia (la de saber que en el país en que uno vive existen monstruos capaces de llevar la crueldad a su extremo absoluto) le pasó a Sartre con la guerra de Argelia. La cuenta así: "En 1943, en la calle Lauriston, unos franceses lanzaban gritos de angustia y dolor: toda Francia los oía. El resultado de la guerra no era seguro, y no queríamospensar en el porvenir; pero había una cosa que nos parecía imposible: que un día se pudiera hacer gemir a los hombres en nombre nuestro. Lo imposible no es francés: en 1958, en Argel, se tortura, regular y sistemáticamente; todo el mundo lo sabe (...), pero nadie habla de ello". Por decirlo claramente: en relación a la tortura, lo imposible no es francés,lo imposible no es argentino, lo imposible no es israelí.Haay una vergÜenza de la que no se vuelve: la tortura. Cuando yo pensaba en los horrores de Trujillo, allá por los sesenta, me decía: "eso no va a ocurrir en mi país". Y decía "mi país"de un modo en que jamás volví a decirlo. Luego de Videla, ya no digo "mi país" con la inocencia con que solía. Sartre se sentía orgulloso de Francia (y de ser francés) durante la ocupación.Seguramente diría: "Mi país sufre, mi país es torturado". Pero ¿cómo decir "mi país cuando uno se avergÜenza de lo que hace "su" país? Lo mismo con los judíos.¿Cuántos de ellos, en medio de pavores del Holocausto, se habrán dicho alguna vez: nunca se hará gemir a los hombres en nombre nuestro? ¿Y qué sentirán ante Benjamin Netanyahuy sus "halcones"? ¿Qué sentirán ante la petición de legalizar la tortura en el texto fundante de la democracia?El texto que cité de Sartre apareció el 6 de marzo de 1958 en L´Express. Se utilizó como prólogo a un pequeño libro que publicó el periodista francés Henri Alleg bajo un título simpley elocuente: La tortura. Alleg había sido, entre 1950 y 1955, director del periódico Alger Républicain. Lo arrestaron los paras, es decir, los paracaidistas franceses, el grupo más cruel del ejército colonizador. (Prestemos atención: nuestros militares procesistas se inspiraron largamente en los paras de Argelia y desarrollaron con siniestra eficacia muchos de sus métodos de represión y tortura.) Alleg escribe: "En esta inmensa prisión superpoblada, cada una de las celdas alberga un sufrimiento, hablar de uno mismo es casi una indecencia. En la planta baja se halla la divisiónde los condenados a muerte (...) ¿Las torturas? Hace mucho tiempo que esa palabra se nos ha hecho familiar a todos. Aquí son pocos los que se han salvado de ella (...) Noches enteras,durante un mes, he oído aullar a hombres que eran torturados y sus gritos retumbaran para siempre en mi memoria". Y más adelante: "Todo eso lo sé, lo he visto, lo he oído. Pero,¿quién dirá lo demás? Al leer mi relato hay que pensar en los "desaparecidos". De este modo, Alleg confiesa la insuficiencia de su relato. Él sabe, él vió, él oyó. Y todo eso está en su libro.Pero hay más. Están los "desaparecidos". Por eso escribe: "¿Quién dirá lo demás?". ¿Quién dirá lo que sólo las víctimas podrían decir? ¿Quién dirá lo que las víctimas no dirán porqueno están, porque desaparecieron? El relato de Alleg es el relato de la ESMA. Sartre ya no podía ser francés del modo en que lo era antes de la existencia de los paras. Uno ya no puede ser argentino del modo en que lo era antes de la ESMA.La tortura -para su justificación- siempre se remite a la dialéctica entre medios y fines. Gillo Pontecorvo (en su film La batalla de Argelia, 1966, coproducción italiano-argelina) propone una escena reveladora sobre la cuestión: el general francés Mathieu- en el film eligieron llamar asi al despiadado general Massu -se reúne con periodistas franceses. Los periodistas le preguntan si es cierto que las tropas francesas torturan. Muysereno, Mathieu responde: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos que Francia se quede o no en Argelia. Si ustedes quieren que Francia se quede, no me preguntenpor los medios que empleo para lograrlo". Ninguno de los periodistas se atreve a responder. Mathieu logró lo que buscaba: justificar los medios a través del fin. Videla podría haber dicho: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos o no que la subversión sea derrotada. Si ustedes quieren que lo sea, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo". Netanyahu y sus "halcones"podrían decir: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos mantener los territorios ocupados y frenar al terrorismo. Si lo desean, no se irriten por los medios que solicitamos para lograrlo".Ante todo, es falso que el tema no es la tortura. El tema es la tortura. El tema es el medio utilizado. El tema -el absoluto y definitivo tema: la verdad- que es la tortura no puede ser el medio válido para lograr nada.Porque todo lo que se consiga a su través nace con el estigma de la denigración de la condición humana. Porque como, con dura y sufriente lucidez, le dijera Rodolfo Walsh a laJunta Militar: "Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar la guerrilla justifica todos los medios que usan han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida en que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacarla sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido".Porque, en la tortura, simultáneamente, pierden su dignidad de seres humanos tanto las víctimas como los verdugos. La víctimas, porque -como dice Walsh- su sustancia humana es machacada hasta quebrarse. Y los verdugos, porque su fiereza y su sadismo los conducen a una inhumanidad sin retorno.Solemos decir -desde la vereda del humanismo- que la tortura es un fenómeno que conduce a la inhumanidad tanto a la víctima como al verdugo. Walsh, al plantear la relación torturador- torturado,concluye que ambos se hunden en la abyección, en la inhumanidad, ya que la tortura "se extravía en las mentes perturbadas que la administran", llega a la "tortura absoluta,intemporal, metafísica" y cede al impulso de "machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo". Hay una paralela pérdida de la dignidad:la víctima la pierde porque habla, poruqe cede, porque delata y, al hacerlo, traiciona. Y el torturador la pierde porque -torturando- asume la figura del artesano del dolor instrumental,de la vejación. Este encuadre, sin embargo, pese a parecer terrible y explicitar una realidad dolorosa, tal vez insoportable, es optimista. Lo es porque plantea que el verdugo -al torturar- se hunde en la inhumanidad. Lo es porque, en el fondo, nos está diciendo que la tortura no es humana. Que el hombre es humano cuando no tortura y es inhumano cuandotortura. La afirmación "torturar no es humano" esconde otra: la tortura no pertenece a la condición humana. O a la dignidad humana. Que es lo mismo, ya que nos hemos acostumbradoa entender que cuando decimos que cuando decimos "humano" estamos diciendo "digno". Y cuando decimos "inhumano", "indigno". Pero toda reflexión implacable sobre la tortura nos conduce a asumirlacomo un fenómeno esencialmente humano. El torturador goza con el sufrimiento de su víctima, y este hecho -que un hombre pueda gozar martirizando a otro- lejos de ser inhumano es profundamente humano. Cuando el torturador ejerce su infame oficio no está hundido en la inhumanidad, sino que está exhibiendo una de las facetas de la condición del hombre: la de gozar con dolor de los otros. Es injusto decir que los torturadores no son hombres sino bestias. Es injusto con las bestias: los animasles no torturan.Esta visión pesimista de la condición humana está presente en los textos de la Guía bilingüe de la exposición de instrumentos de tortura desde la Edad Media a la Época Industrial.Es una exposición itinerante, es decir, se presenta en varias ciudades del mundo. Algunos de los instrumentos que se exhiben son: la "doncella de hierro", el hacha, la guillotina,larueda para despedazar, las jaulas colgantes, la "cuna de Judas", los látigos para desollar, los aplastacabezas y los rompecráneos, el cepo, el potro, el aplastapulgares, el péndulo,el hacha para amputar las manos, el quebrantarrodillas, las pinzas ardientes, la pera oral, rectal y vaginal y las máscaras infamantes. Faltas, sí, la picana eléctrica: es enteramenteargentina. Es nuestro aporte a esta zona oscura -nunca asumida sin dolor- de la condición humana. Se la debemos al hijo del poeta de la espada. Lugones, en Lima, anunciabael surgimiento de la hora de la espada. Y su hijo, en Buenos Aires, desenvainaba la picana. Es optimista pensar que la picana del hijo es la degradación de la espada que reclamabael padre. Por el contrario, es su traducción más perfecta, su conclusión impecable.El autor de los textos de la Guía de la exposición de los instrumentos de tortura se llama Robert Held y ha vivido en New York, Inglaterra y Alemania. Es un hombre cercano a Amnistía Internacional y cercano, también, a estas terribles temáticas. Esta cercanía ha determinado en él una visión no precisamente optimista de la condición humana. Escribe:"La expresión romana homo homini lupus, el hombre es un lobo para con los hombres, es una vil calumnia contra los lobos".Sería condenarnos a un aséptico ejercicio de reflexión no describir uno -al menos uni- de los instrumentos de tortura que detalla la guía. Elijo -por motivos que no escaparán al lector- el aplastacabezas. Held lo describe así: "Los aplastacabezas (...) gozan de la estima de las autoridades de buena parte del mundo actual. La barbilla de la víctima se coloca en la barrainferior y el casquete es empujado hacia abajo por el tornillo (...) Primero se destrozan los alvéolos dentarios, después las mandíbulas, hasta que el cerebro se escurre por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo. (...) Los aplastacabezas todavía se usan para interrogatorios. El casquete y la barra inferior actuales están recubiertos de material blandoque no deja marcas sobre la víctima" La tortura ha existido y existe por innumerables razones, pero su razón fundante, la que posibilita todas las demás (ya sea quebrar al militante,obtener información o castigar con extrema venganza y rencor) es que el torturador, por su condición de ser humano, goza torturando. "En conclusión (escribe Held): la tortura florecehoy en la mayor parte del mundo, perfeccionada por la electrónica, por la farmacología y por la psiconeurología (...) Naturalmente tú, lector, lo desapruebas, como todos, o casi todos".Y a continuación Held escribe el más pesimista de sus textos: "Pero es probable que nada cambie en tiempos próximos porque a ti, lector, una vez realizados los gestos que se danpor descontados, en el fondo te importa un bledo. Como a todos, o casi todos. Amnistía Internacional pone a tu disposición documentaciones completas e inimpugnables, y te pideun poco de apoyo; pero probablemente no sepas nada y no quieras saber, porque así la vida será más cómoda". Sería deseable que no tuviera razón. O, al menos, que no tuviera tanta.A fuerza de repetir algunos conceptos hemos aprendido a quitarles su verdadera densidad, el horror que subyace en ellos. Esto nos facilita la vida. Al cabo, ya es todo bastante difícilcomo para que debamos además enfrentar el verdadero sentido de algunas expresiones que nos hemos acostumbrado a oír sin buscar su comprensión, mecánicamente, como unpaisaje cotidiano e indoloro. Por ejemplo: el concepto de ley de Obediencia Debida hace ya mucho que circula entre nosotros. Uno -ahora- lo escucha mecánicamente. (Cuando escribouno me refiero al ciudadano medio de este país, que lee el diario, trabaja y vela por su familia). Tan mecánicamente que escucha Obediencia Debida y completa Punto Final, ya que esasí como se arma esa frase: ley de Punto Final y Obediencia Debida. Pero obediencia debida es un eufemismo. Esa ley debería llamarse ley de Protección al Torturador. Porque-esencialmente- dice que los torturadores son inocentes (o, si se prefiere, no culpables o no responsables) de los actos que cometieron. ¿Qué actos fueron ésos? Torturar, eso fueron.Pero la ley de Obediencia Debida se dicta para socorrer a los torturadores: cumplían órdenes, "debían obediencia" a sus superiores y esto los torna inimputables. Ahora bien, ¿por quése le llama ley de Obediencia Debida y no -como se debería llamar- Ley de Protección al Torturador?. Porque en el segundo caso aparece la palabra "torturador". Y la palabra "torturador"remite a la palabra "tortura". Y los gobiernos quieren evitar que los ciudadanos tengan presente que esos señores son torturadores. Y que la ley que los protege...protege a la tortura.En suma: que la ley de Obediencia Debida también podría -y debería- llamarse ley de Protección a la Tortura.Se recurre, entonces, el eufemismo. Con el eufemismo se busca proteger la conciencia moral de los buenos argentinos. No será ocioso preguntarnos qué es un eufemismo. Pero no: hagamosalgo más eficaz. Busquemos el significado de la palabra eufemismo a través de sus sinónimos. Con frecuencia, los sinónimos de una palabra la develan mejor que una definición,por ajustada que sea. Los principales sinónimos de eufemismo son: velo, ambigüedad, tapujo, embozo, disfraz. Es decir, el eufemismo es un velo. Es algo que se coloca sobre una realidadque se desea atenuar. Una realidad que no tolera ser mirada a los ojos, directamente, sin, claro, veladuras. Y hay otro sinónimo de eufemismo, aún más revelador: paliativo. Si buscamoslos sinónimos de paliativo encontramos: suavizante, mitigante, sedante,atenuante,analgésico. De este modo, podríamos decir que el eufemismo es, no el opio, pero sí el analgésicode los pueblos.Sartre -en mayo de 1957- publica otra de sus notas sobre la represión colonialista de Francia en Argel. Sartre sabe que, en Argel, Francia tortura. Y escribe para alertar a sus conciudadanosacerca de esta aberrante realidad. Supone, en cierto momento, que todo mejoraría si los gritos de los torturadores pudieran oírse: "Sin embargo, no hemos caído tan abjo que podamosoír sin horror los gritos de un niño torturado. Con qué sencillez, con qué rapidez se arreglaría todo, si una vez, una vez sola, llegasen esos gritos a nuestros oídos, pero se nos hace el servicio de ahogarlos. Lo que nos desmoraliza (...) es la falsa ignorancia en que se nos hace vivir y que contribuimos a mantener. Para asegurar nuestro reposo, la solicitud de nuestrosdirigentes llega hasta minar sordamente la libertad de expresión: se oculta la verdad o bien se la tamiza". Pero resulta muy difícil -a partir de cierto nivel de inevitable información- ocultarla verdad, y hasta tamizarla. Sartre -tomando la palabra del ciudadano francés que no quiere ser importunado con los horrores de Argelia- exclama: "¡Si al menos pudiéramos dormir,e ignorar todo! ¡Si estuviéramos separados de Argelia por un muro de silencio! ¡Si nos engañasen realmente!". Si fuera así, deduce Sartre, el extranjero -es decir, quien mira a los franceses aguardando un gesto- "podría poner en duda nuestra inteligencia, pero no nuestro candor". Es decir, podría pensar: "Los franceses no son inteligentes. Son cándidos, ya que con tanta facilidad se los engaña". Y Sartre -es un texto impiadoso- concluye: "No somos cándidos, somos sucios".Graciela Daleo (en Cazadores de Utopías, film de David Blaustein discutible e insuficiente en algunos aspectos, pero necesario y conmovedor en otros) narra un momento muy particularde su pasaje por la tortura. Su torturador es Pernía (a quien Daleo, luego, en democracia, se acostumbró a ver en los diarios, libre y protegido por la obediencia debida). El "obediente"Pernía la tortura con esa mezcla de sabiduría de la infamia -hay que saber torturar, no sólo poder- y descontrol fanático. Graciela tiene colocada una capucha y, de pronto, ante una desmedidadescarga eléctrica, brinca y cae su capucha. Entonces lo ve a Pernía. "Estaba fuera de sí, los ojos desorbitados, la camisa empapada y tenía una medalla de la virgen milagrosa y uncrucifijo". Daleo, como un modo extremo de conjurar tanta humillación y dolor, empieza a rezar "a los gritos, un Ave María tras otro". Pernía se desespera y le grita: "Hija de puta, no recés".¿Por qué le habrá gritado? ¿Le resultaría intolerable saber que estaba torturando a alguien que también, como él, creía en la Virgen?A esta clase de seres (que pueden convivir con los buenos vecinos, ir a misa y seguir luciendo el crucifijo y la medalla de la Virgen) protege la ley de Obediencia Debida. Es la ley que protege, ampara (y justifica, ya que nada se justifica más que la obediencia cuando la obediencia debida se transforma en deber) a la tortura. Ni más ni menos. Los caminos de la política suelen ser laberínticos y un escritor no puede decir cuándo debe derogarse una ley. Sólo puede decir que esa ley debe ser derogada. Porque no somos cándidos. Porque ya no podemos ampararnos en la candidez. Porque todos sabemos que una ley que protege a los torturadores, protege a la tortura. Y si no somos cándidos, y no hacemos nada por modificar lo evidente, la realidad dura y cruel de la que ningún eufemismo nos protegerá, sólo nos resta, entonces, ser sucios.

jueves, 15 de marzo de 2012

MAFALDA





El jueves 15 de marzo de 1962 Quino dibuja a Mafalda como parte de una campaña para las lavadoras Mansfield.
Dos años más tarde, un 29 de setiembre, empieza a publicarse como tira en la revista Primera Plana.


http://danielpaz.com.ar/blog/