La Sangre Derramada, Ensayo sobre la Violencia Politica. José Pablo Feinman
Reflexiones sobre la tortura
En algún momento del año 1965 -seis o siete meses antes del golpe de Juan Carlos Onganía, que fue, todos lo sabemos, más blando que el de Videla pero que lo prefiguró en ciertas acciones salvajes como el asalto a las universidades- dialogábamos con un par de compañeros de la Facultad de Filosofía acerca de la posibilidad de un golpe de Estado. Uno de ellos dijo que sí, que tal vez hubiera un golpe y que de ese golpe surgiría una dictadura. Pero -añadió- jamás tendría la dureza, el grado de salvajismo de las otras distaduras latinoamericanas. "No sabemos nada de la verdadera fiereza del imperialismo", dijo, utilizandoesa palabra de la época, imperialismo. Secretamente, pensábamos que nunca habríamos de saberlo. Porque la Argentina no era latinoamérica, sino un país europeísta y culto.Un país en el que los estragos del imperialismo no podrían jamás adoptar el salvajismo de las dictaduras de Batista o Trujillo. Eso pasaba lejos, en el Caribe, donde el calor y la incultura arrojaban a los hombres a un salvajismo sin límites. Recuerdo (y tal vez recuerdo precisamente esto por mi pasión por el cine) que mi compañero ilustró su tesis con una anécdota macabra: Trujillo, dijo, invitaba a su yate a las bellas actrices Kim Novak y Zsa Zsa Gabor, se adentraba en las aguas del Caribe y allí, en la soledad del mar, bajo ese solcaliente y dulce, entregado a la elegancia de los cocktails, y para diversión de las bellas actrices y de algunos otros -muy pocos- pasajeros, ordenaba a sus sicarios arrojar presospolíticos a los tiburones. Y nosotros, en 1965, pensábamos: ese salvajismo, ese absoluto desdén por la vida es imposible en la Argentina. Pero no: lo imposible no es argentino.Esta experiencia (la de saber que en el país en que uno vive existen monstruos capaces de llevar la crueldad a su extremo absoluto) le pasó a Sartre con la guerra de Argelia. La cuenta así: "En 1943, en la calle Lauriston, unos franceses lanzaban gritos de angustia y dolor: toda Francia los oía. El resultado de la guerra no era seguro, y no queríamospensar en el porvenir; pero había una cosa que nos parecía imposible: que un día se pudiera hacer gemir a los hombres en nombre nuestro. Lo imposible no es francés: en 1958, en Argel, se tortura, regular y sistemáticamente; todo el mundo lo sabe (...), pero nadie habla de ello". Por decirlo claramente: en relación a la tortura, lo imposible no es francés,lo imposible no es argentino, lo imposible no es israelí.Haay una vergÜenza de la que no se vuelve: la tortura. Cuando yo pensaba en los horrores de Trujillo, allá por los sesenta, me decía: "eso no va a ocurrir en mi país". Y decía "mi país"de un modo en que jamás volví a decirlo. Luego de Videla, ya no digo "mi país" con la inocencia con que solía. Sartre se sentía orgulloso de Francia (y de ser francés) durante la ocupación.Seguramente diría: "Mi país sufre, mi país es torturado". Pero ¿cómo decir "mi país cuando uno se avergÜenza de lo que hace "su" país? Lo mismo con los judíos.¿Cuántos de ellos, en medio de pavores del Holocausto, se habrán dicho alguna vez: nunca se hará gemir a los hombres en nombre nuestro? ¿Y qué sentirán ante Benjamin Netanyahuy sus "halcones"? ¿Qué sentirán ante la petición de legalizar la tortura en el texto fundante de la democracia?El texto que cité de Sartre apareció el 6 de marzo de 1958 en L´Express. Se utilizó como prólogo a un pequeño libro que publicó el periodista francés Henri Alleg bajo un título simpley elocuente: La tortura. Alleg había sido, entre 1950 y 1955, director del periódico Alger Républicain. Lo arrestaron los paras, es decir, los paracaidistas franceses, el grupo más cruel del ejército colonizador. (Prestemos atención: nuestros militares procesistas se inspiraron largamente en los paras de Argelia y desarrollaron con siniestra eficacia muchos de sus métodos de represión y tortura.) Alleg escribe: "En esta inmensa prisión superpoblada, cada una de las celdas alberga un sufrimiento, hablar de uno mismo es casi una indecencia. En la planta baja se halla la divisiónde los condenados a muerte (...) ¿Las torturas? Hace mucho tiempo que esa palabra se nos ha hecho familiar a todos. Aquí son pocos los que se han salvado de ella (...) Noches enteras,durante un mes, he oído aullar a hombres que eran torturados y sus gritos retumbaran para siempre en mi memoria". Y más adelante: "Todo eso lo sé, lo he visto, lo he oído. Pero,¿quién dirá lo demás? Al leer mi relato hay que pensar en los "desaparecidos". De este modo, Alleg confiesa la insuficiencia de su relato. Él sabe, él vió, él oyó. Y todo eso está en su libro.Pero hay más. Están los "desaparecidos". Por eso escribe: "¿Quién dirá lo demás?". ¿Quién dirá lo que sólo las víctimas podrían decir? ¿Quién dirá lo que las víctimas no dirán porqueno están, porque desaparecieron? El relato de Alleg es el relato de la ESMA. Sartre ya no podía ser francés del modo en que lo era antes de la existencia de los paras. Uno ya no puede ser argentino del modo en que lo era antes de la ESMA.La tortura -para su justificación- siempre se remite a la dialéctica entre medios y fines. Gillo Pontecorvo (en su film La batalla de Argelia, 1966, coproducción italiano-argelina) propone una escena reveladora sobre la cuestión: el general francés Mathieu- en el film eligieron llamar asi al despiadado general Massu -se reúne con periodistas franceses. Los periodistas le preguntan si es cierto que las tropas francesas torturan. Muysereno, Mathieu responde: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos que Francia se quede o no en Argelia. Si ustedes quieren que Francia se quede, no me preguntenpor los medios que empleo para lograrlo". Ninguno de los periodistas se atreve a responder. Mathieu logró lo que buscaba: justificar los medios a través del fin. Videla podría haber dicho: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos o no que la subversión sea derrotada. Si ustedes quieren que lo sea, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo". Netanyahu y sus "halcones"podrían decir: "Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos mantener los territorios ocupados y frenar al terrorismo. Si lo desean, no se irriten por los medios que solicitamos para lograrlo".Ante todo, es falso que el tema no es la tortura. El tema es la tortura. El tema es el medio utilizado. El tema -el absoluto y definitivo tema: la verdad- que es la tortura no puede ser el medio válido para lograr nada.Porque todo lo que se consiga a su través nace con el estigma de la denigración de la condición humana. Porque como, con dura y sufriente lucidez, le dijera Rodolfo Walsh a laJunta Militar: "Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar la guerrilla justifica todos los medios que usan han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida en que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacarla sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido".Porque, en la tortura, simultáneamente, pierden su dignidad de seres humanos tanto las víctimas como los verdugos. La víctimas, porque -como dice Walsh- su sustancia humana es machacada hasta quebrarse. Y los verdugos, porque su fiereza y su sadismo los conducen a una inhumanidad sin retorno.Solemos decir -desde la vereda del humanismo- que la tortura es un fenómeno que conduce a la inhumanidad tanto a la víctima como al verdugo. Walsh, al plantear la relación torturador- torturado,concluye que ambos se hunden en la abyección, en la inhumanidad, ya que la tortura "se extravía en las mentes perturbadas que la administran", llega a la "tortura absoluta,intemporal, metafísica" y cede al impulso de "machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo". Hay una paralela pérdida de la dignidad:la víctima la pierde porque habla, poruqe cede, porque delata y, al hacerlo, traiciona. Y el torturador la pierde porque -torturando- asume la figura del artesano del dolor instrumental,de la vejación. Este encuadre, sin embargo, pese a parecer terrible y explicitar una realidad dolorosa, tal vez insoportable, es optimista. Lo es porque plantea que el verdugo -al torturar- se hunde en la inhumanidad. Lo es porque, en el fondo, nos está diciendo que la tortura no es humana. Que el hombre es humano cuando no tortura y es inhumano cuandotortura. La afirmación "torturar no es humano" esconde otra: la tortura no pertenece a la condición humana. O a la dignidad humana. Que es lo mismo, ya que nos hemos acostumbradoa entender que cuando decimos que cuando decimos "humano" estamos diciendo "digno". Y cuando decimos "inhumano", "indigno". Pero toda reflexión implacable sobre la tortura nos conduce a asumirlacomo un fenómeno esencialmente humano. El torturador goza con el sufrimiento de su víctima, y este hecho -que un hombre pueda gozar martirizando a otro- lejos de ser inhumano es profundamente humano. Cuando el torturador ejerce su infame oficio no está hundido en la inhumanidad, sino que está exhibiendo una de las facetas de la condición del hombre: la de gozar con dolor de los otros. Es injusto decir que los torturadores no son hombres sino bestias. Es injusto con las bestias: los animasles no torturan.Esta visión pesimista de la condición humana está presente en los textos de la Guía bilingüe de la exposición de instrumentos de tortura desde la Edad Media a la Época Industrial.Es una exposición itinerante, es decir, se presenta en varias ciudades del mundo. Algunos de los instrumentos que se exhiben son: la "doncella de hierro", el hacha, la guillotina,larueda para despedazar, las jaulas colgantes, la "cuna de Judas", los látigos para desollar, los aplastacabezas y los rompecráneos, el cepo, el potro, el aplastapulgares, el péndulo,el hacha para amputar las manos, el quebrantarrodillas, las pinzas ardientes, la pera oral, rectal y vaginal y las máscaras infamantes. Faltas, sí, la picana eléctrica: es enteramenteargentina. Es nuestro aporte a esta zona oscura -nunca asumida sin dolor- de la condición humana. Se la debemos al hijo del poeta de la espada. Lugones, en Lima, anunciabael surgimiento de la hora de la espada. Y su hijo, en Buenos Aires, desenvainaba la picana. Es optimista pensar que la picana del hijo es la degradación de la espada que reclamabael padre. Por el contrario, es su traducción más perfecta, su conclusión impecable.El autor de los textos de la Guía de la exposición de los instrumentos de tortura se llama Robert Held y ha vivido en New York, Inglaterra y Alemania. Es un hombre cercano a Amnistía Internacional y cercano, también, a estas terribles temáticas. Esta cercanía ha determinado en él una visión no precisamente optimista de la condición humana. Escribe:"La expresión romana homo homini lupus, el hombre es un lobo para con los hombres, es una vil calumnia contra los lobos".Sería condenarnos a un aséptico ejercicio de reflexión no describir uno -al menos uni- de los instrumentos de tortura que detalla la guía. Elijo -por motivos que no escaparán al lector- el aplastacabezas. Held lo describe así: "Los aplastacabezas (...) gozan de la estima de las autoridades de buena parte del mundo actual. La barbilla de la víctima se coloca en la barrainferior y el casquete es empujado hacia abajo por el tornillo (...) Primero se destrozan los alvéolos dentarios, después las mandíbulas, hasta que el cerebro se escurre por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo. (...) Los aplastacabezas todavía se usan para interrogatorios. El casquete y la barra inferior actuales están recubiertos de material blandoque no deja marcas sobre la víctima" La tortura ha existido y existe por innumerables razones, pero su razón fundante, la que posibilita todas las demás (ya sea quebrar al militante,obtener información o castigar con extrema venganza y rencor) es que el torturador, por su condición de ser humano, goza torturando. "En conclusión (escribe Held): la tortura florecehoy en la mayor parte del mundo, perfeccionada por la electrónica, por la farmacología y por la psiconeurología (...) Naturalmente tú, lector, lo desapruebas, como todos, o casi todos".Y a continuación Held escribe el más pesimista de sus textos: "Pero es probable que nada cambie en tiempos próximos porque a ti, lector, una vez realizados los gestos que se danpor descontados, en el fondo te importa un bledo. Como a todos, o casi todos. Amnistía Internacional pone a tu disposición documentaciones completas e inimpugnables, y te pideun poco de apoyo; pero probablemente no sepas nada y no quieras saber, porque así la vida será más cómoda". Sería deseable que no tuviera razón. O, al menos, que no tuviera tanta.A fuerza de repetir algunos conceptos hemos aprendido a quitarles su verdadera densidad, el horror que subyace en ellos. Esto nos facilita la vida. Al cabo, ya es todo bastante difícilcomo para que debamos además enfrentar el verdadero sentido de algunas expresiones que nos hemos acostumbrado a oír sin buscar su comprensión, mecánicamente, como unpaisaje cotidiano e indoloro. Por ejemplo: el concepto de ley de Obediencia Debida hace ya mucho que circula entre nosotros. Uno -ahora- lo escucha mecánicamente. (Cuando escribouno me refiero al ciudadano medio de este país, que lee el diario, trabaja y vela por su familia). Tan mecánicamente que escucha Obediencia Debida y completa Punto Final, ya que esasí como se arma esa frase: ley de Punto Final y Obediencia Debida. Pero obediencia debida es un eufemismo. Esa ley debería llamarse ley de Protección al Torturador. Porque-esencialmente- dice que los torturadores son inocentes (o, si se prefiere, no culpables o no responsables) de los actos que cometieron. ¿Qué actos fueron ésos? Torturar, eso fueron.Pero la ley de Obediencia Debida se dicta para socorrer a los torturadores: cumplían órdenes, "debían obediencia" a sus superiores y esto los torna inimputables. Ahora bien, ¿por quése le llama ley de Obediencia Debida y no -como se debería llamar- Ley de Protección al Torturador?. Porque en el segundo caso aparece la palabra "torturador". Y la palabra "torturador"remite a la palabra "tortura". Y los gobiernos quieren evitar que los ciudadanos tengan presente que esos señores son torturadores. Y que la ley que los protege...protege a la tortura.En suma: que la ley de Obediencia Debida también podría -y debería- llamarse ley de Protección a la Tortura.Se recurre, entonces, el eufemismo. Con el eufemismo se busca proteger la conciencia moral de los buenos argentinos. No será ocioso preguntarnos qué es un eufemismo. Pero no: hagamosalgo más eficaz. Busquemos el significado de la palabra eufemismo a través de sus sinónimos. Con frecuencia, los sinónimos de una palabra la develan mejor que una definición,por ajustada que sea. Los principales sinónimos de eufemismo son: velo, ambigüedad, tapujo, embozo, disfraz. Es decir, el eufemismo es un velo. Es algo que se coloca sobre una realidadque se desea atenuar. Una realidad que no tolera ser mirada a los ojos, directamente, sin, claro, veladuras. Y hay otro sinónimo de eufemismo, aún más revelador: paliativo. Si buscamoslos sinónimos de paliativo encontramos: suavizante, mitigante, sedante,atenuante,analgésico. De este modo, podríamos decir que el eufemismo es, no el opio, pero sí el analgésicode los pueblos.Sartre -en mayo de 1957- publica otra de sus notas sobre la represión colonialista de Francia en Argel. Sartre sabe que, en Argel, Francia tortura. Y escribe para alertar a sus conciudadanosacerca de esta aberrante realidad. Supone, en cierto momento, que todo mejoraría si los gritos de los torturadores pudieran oírse: "Sin embargo, no hemos caído tan abjo que podamosoír sin horror los gritos de un niño torturado. Con qué sencillez, con qué rapidez se arreglaría todo, si una vez, una vez sola, llegasen esos gritos a nuestros oídos, pero se nos hace el servicio de ahogarlos. Lo que nos desmoraliza (...) es la falsa ignorancia en que se nos hace vivir y que contribuimos a mantener. Para asegurar nuestro reposo, la solicitud de nuestrosdirigentes llega hasta minar sordamente la libertad de expresión: se oculta la verdad o bien se la tamiza". Pero resulta muy difícil -a partir de cierto nivel de inevitable información- ocultarla verdad, y hasta tamizarla. Sartre -tomando la palabra del ciudadano francés que no quiere ser importunado con los horrores de Argelia- exclama: "¡Si al menos pudiéramos dormir,e ignorar todo! ¡Si estuviéramos separados de Argelia por un muro de silencio! ¡Si nos engañasen realmente!". Si fuera así, deduce Sartre, el extranjero -es decir, quien mira a los franceses aguardando un gesto- "podría poner en duda nuestra inteligencia, pero no nuestro candor". Es decir, podría pensar: "Los franceses no son inteligentes. Son cándidos, ya que con tanta facilidad se los engaña". Y Sartre -es un texto impiadoso- concluye: "No somos cándidos, somos sucios".Graciela Daleo (en Cazadores de Utopías, film de David Blaustein discutible e insuficiente en algunos aspectos, pero necesario y conmovedor en otros) narra un momento muy particularde su pasaje por la tortura. Su torturador es Pernía (a quien Daleo, luego, en democracia, se acostumbró a ver en los diarios, libre y protegido por la obediencia debida). El "obediente"Pernía la tortura con esa mezcla de sabiduría de la infamia -hay que saber torturar, no sólo poder- y descontrol fanático. Graciela tiene colocada una capucha y, de pronto, ante una desmedidadescarga eléctrica, brinca y cae su capucha. Entonces lo ve a Pernía. "Estaba fuera de sí, los ojos desorbitados, la camisa empapada y tenía una medalla de la virgen milagrosa y uncrucifijo". Daleo, como un modo extremo de conjurar tanta humillación y dolor, empieza a rezar "a los gritos, un Ave María tras otro". Pernía se desespera y le grita: "Hija de puta, no recés".¿Por qué le habrá gritado? ¿Le resultaría intolerable saber que estaba torturando a alguien que también, como él, creía en la Virgen?A esta clase de seres (que pueden convivir con los buenos vecinos, ir a misa y seguir luciendo el crucifijo y la medalla de la Virgen) protege la ley de Obediencia Debida. Es la ley que protege, ampara (y justifica, ya que nada se justifica más que la obediencia cuando la obediencia debida se transforma en deber) a la tortura. Ni más ni menos. Los caminos de la política suelen ser laberínticos y un escritor no puede decir cuándo debe derogarse una ley. Sólo puede decir que esa ley debe ser derogada. Porque no somos cándidos. Porque ya no podemos ampararnos en la candidez. Porque todos sabemos que una ley que protege a los torturadores, protege a la tortura. Y si no somos cándidos, y no hacemos nada por modificar lo evidente, la realidad dura y cruel de la que ningún eufemismo nos protegerá, sólo nos resta, entonces, ser sucios.