domingo, 15 de febrero de 2009

Para Feinman (el de la tv)








La ministra Carmen Argibay, encargada en la Corte Suprema de Justicia de los asuntos de infancia, es la voz más autorizada del Poder Judicial sobre el drama de la violencia juvenil. Desde siempre enemiga de bajar la edad de imputabilidad de los menores -"no sirve para nada"-, la semana pasada sorprendió al declarar que los chicos detenidos en institutos pueden ser blancos móviles si se los devuelve a la calle. Fue en respuesta a las críticas que recibió un fallo de la propia Corte, que el martes impidió la liberación de un grupo de chicos de entre 14 y 16 años detenidos en uno de los institutos de la ciudad de Buenos Aires. En una charla con Clarín, Argibay se explica y se enoja con los políticos y con los medios de comunicación, que según cree la han puesto en el centro de "un tema que se ha magnificado". Para empezar, responde a las críticas que cuestionaron a la Corte por haber aceptado como legítima la vieja Ley de minoridad, de 1980, que permite mantener en el encierro a los menores de 16 años.


-El problema es que el Estado tiene una responsabilidad y no se puede anular una ley (la de 1980) sin poner otra en su lugar. Punto dos: el doctor Emilio García Mendez (el que hizo el planteo), que es legislador, tiene que molestar a sus colegas para que cambien la ley. Punto tres: cuando una ley ha sido convalidada por el Congreso, como en este caso, ya no es más una ley de la dictadura, es una ley de la democracia.


Un problema que se plantea es que cada jurisdicción tiene su manual sobre el tema. ¿No hace falta un sistema homogéneo?
Claro que nos gustaría que haya una ley única, como hay un Código Penal único. Así es como debe ser. El sistema penal con respecto a los menores debería ser aplicable exactamente igual en todas las provincias.

¿Que ley que le gustaría?
Yo tengo ideas, pero no soy legisladora. Y formo parte de un tribunal colegiado. Además, nosotros estamos acostumbrados a no trabajar en abstracto. Trabajamos en casos concretos, sobre leyes concretas. Nuestra misión es examinar lo que hacen los legisladores y el Poder Ejecutivo. Esa es nuestra tarea.

¿Ustedes conocen la realidad de los institutos de menores?
Yo conozco la realidad de los institutos. Fui secretaria de un Juzgado de menores, fui secretaria de un Juzgado de Sentencia, Tutelar de menores. He recorrido todos los institutos. Incluso después, siendo juez de la Cámara del Crimen. Ha sido hace muchos años, pero sigo en contacto con los que trabajan en el tema y no dejan de contarme. Yo sé lo que pasa. Sabemos que a los Institutos de menores hay que mejorarlos, cambiarlos, hacerlos de nuevo. Pero lo que pasa es que cuando no se puede cortar la cinta y tener la foto, nadie hace nada. Arreglar un Instituto no da rédito político.


En muchos casos los encierran en calabozos...
Es terrible, son como presos. Pero dónde los ponemos. Eso es lo que yo quiero, una ley penal juvenil o llámenla Susanita, como quieran. Quiero una ley que resuelva qué se hace cuando entran en conflicto con la ley penal los menores hasta los 18 años, que son niños de acuerdo a la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Tenemos la imputabilidad fijada en 16 años para arriba, entonces de 16 a 18 van a tener que tener un régimen especial, y de 16 para abajo otro distinto. Yo no sé cuál es el régimen ideal o el Instituto ideal. Y quisiera que no tuviéramos chicos en conflicto con la ley penal, pero para eso tendríamos que tener un sistema de prevención de los organismos del Estado. Que empieza por la educación, por la alimentación, por darles un hogar como la gente, darles una atención como la gente. Cómo puede una criatura aprender a querer algo, si a él no lo quieren. Si uno se pone delante de un bebé y juega y le sonríe y le habla y lo atiende, ese bebe está estimulado y va a aprender. Si uno lo tiene sentado en la silla y lo único que el chico ve es una cara adusta que le mete la cuchara con el alimento y le limpia la boca así nomás y no le contesta las sonrisas o el llanto, no va a tener la misma formación y las mismas posibilidades. Desde chiquititos hay que atenderlos. Y eso es deber del Estado.


¿Eso es deber del Estado?
Está en la Convención de los Derechos del Niño y en la Constitución. Hay que hacer planes de inclusión social para los padres, darles vivienda, trabajo, educación, sistemas de salud, para que los niños no tengan el día de mañana problemas con la ley penal.


La reinserción es responsabilidad del Estado y tampoco se cumple.
Ese es el problema. Cuando nosotros decimos que la ley se tiene que cumplir, nos acusan de meternos a gobernar. Nosotros no queremos gobernar, lo que hacemos es decir que el Poder Ejecutivo tiene que cumplir con lo que se comprometió a cumplir. Si no, que no se comprometa.


Y si no, tampoco puede exigir...
No puede exigir, evidentemente. Le voy a contar una historia. Cuando se firmaron en Naciones Unidas los Pactos Internacionales, en los años cincuenta, se tuvieron que firmar dos pactos diferentes, uno sobre derechos civiles y otro sobre derechos sociales. Los países occidentales se comprometieron a cumplir el Pacto de los derechos civiles: libertad de expresión, libertad para elegir, perfecto. Pero el otro pacto, el social, ese dijeron que no, no podemos hacerlo, dar trabajo o casa depende del libre mercado. El otro lado del mundo hizo al revés. Dijeron nosotros le vamos a dar la casa a todos y trabajo. Pero los comunistas no firmaron el pacto de los derechos civiles. Ahí era el partido el que decidía. Por esa razón, los dos Pactos salieron por separado: por un lado los derechos civiles y por otro los sociales. Pero nosotros, Argentina, firmamos los dos Pactos. Y están en la Constitución. Entonces: si no vamos a cumplirlos, ¿para qué los firmamos?


¿Cómo ve a la sociedad parada frente a esto? ¿Por qué habló de una sociedad esquizofrénica?
Porque tenemos una sociedad que es esquizofrénica. La sociedad está queriendo cada vez más matar a todo el mundo, en vez de incluir. Y el periodismo está fomentando todo esto.


¿Se refiere a la cobertura del crimen del ingeniero Barrenechea?
Ese es uno de los temas que más me tiene precoupada. Veamos ese caso. ¿Cuántos eran? Parece que eran cien mil. ¿Todos estaban metidos? Que Brian, que Kitu, que el otro. yo ya perdí la cuenta, ya llevo como cinco o seis detenidos. Tengo la sensación de que hay alguno de más. Punto dos: a Kitu ¿quién lo encuentra? Sus vecinos. La policía no lo encuentra. Y sus vecinos lo entregan. ¿Qué pasa?


¿Pregunta para quién trabaja?
¿Para quién trabaja este pibe? Si la policía no lo encuentra, es porque lo está protegiendo. Y si lo está protegiendo, es por algo. Dos más dos son cuatro. Todavía no han logrado convencerme que son tres. Si la policía lo protege y el pibe sale a robar y no se hace rico, para quién trabaja. Los cafishios de los pibes son los que lo mandan a robar. Y los explotan porque saben que son menores y aún con esta espantosa ley, los menores tienen ciertas ventajas.


Usted culpa al periodismo, pero los medios muchas veces se hacen eco de lo que dicen los funcionarios. El ministro Carlos Stornelli (de Seguridad bonaerense) se refirió a uno de los sospechosos del crimen de Barrenecha como un "peligrosísimo delincuente"
Sí, es un lenguaje absolutamente inadecuado y me extraña que lo use el ministro Stornelli, que es un hombre que proviene del Poder Judicial. Porque nosotros llamamos delincuente a una persona que ha sido condenada. No por los medios, sino en un juicio.


¿Cree que hay mucha condena en los medios?
Hay muchísima condena en los medios. Es terrible. Y además fogonean. Y entonces la gente dice porque yo lo vi en los diarios, porque yo lo vi en televisión...


Quizás esa "condena" responda a la poca condena que hay en la Justicia. ¿No hace un poco de autocrítica?
Nosotros en el fallo (del martes pasado) hemos dicho: al Poder Ejecutivo que se ocupe de los institutos, a los legisladores que legislen y a los jueces de menores que controlen.


Pero los jueces no van a las cárceles...
Los jueces de menores van y los defensores de menores van mucho y se preocupan. ¡Y cómo! Claro que hay algunos que no, pero la mayoría sí se ocupa. La Defensora general ha llamado la atención de algunos. Yo recibo todos los meses infomes de los defensores de menores sobre lo que ven en las cárceles. Pero ojalá pudiéramos hacer las cosas más rápido. Y tener imaginación para poner a estos chicos en una situación de protección, pero que no tengan que estar encerrados. De repente, en una familia hay problema con uno de los chicos, al que los padres no pueden manejar. Pero de repente hay un tío que sí lo puede manejar, por sintonía o por lo que fuera. ¿Por qué no se lo podemos entregar al tío? Eso pasa en cualquier familia. Yo tengo una familia muy larga y de repente uno se siente mejor con uno que con otro. Entonces por qué se lo voy a dar a los padres si no lo pueden manejar y el tío lo quiere y lo puede manejar. Los jueces pueden hacer eso, pero a veces no se animan. Porque está la crítica, que los padres son sagrados, etc.


A qué se refirió cuando la semana pasada dijo que los chicos de los institutos corrían peligro si eran liberados? Habló de gatillo fácil.
¿Acaso no hay gatillo fácil? Todo el mundo lo sabe. Y gatillo fácil es la policía...


¿Infiere que casi todos estos chicos trabajan para la policía?
Yo infiero que casi todos estos pibes están marcados por la policía. Unos trabajan para la policía y los protegerán hasta el día que el pibe abra la boca y ahí lo matan. Hay que sacarlos del barrio, usar algún sistema tipo testigo protegido, cambiarles el nombre..

Pero acordar eso es imposible si los jueces no tienen una buena relación con el Ejecutivo.
Exactamente. Y si el Poder Ejecutivo no tiene un buen programa. Pero la pregunta es: ¿quiere el Ejecutivo tener un buen programa para los chicos que declaran en contra de la policía que depende del Poder Ejecutivo?












sábado, 14 de febrero de 2009

En el dia de los zapatos



"Repaso: la doble llama” es el último capítulo de La llama doble: amor y erotismo, un ensayo sobre el amor o, lo que está íntimamente relacionado, sobre la condición humana. Con una prosa que por exquisita no deja de ser clara, Paz nos lleva por el mundo íntimo, entre carnes, y aún antes de la carne, un viaje por las variadas maneras de entender el amor, la vida y la muerte. Este ensayo, notable y enriquecedor, no tiene nada de banal, y si bien no completa el tema —no podría hacerlo— abre caminos increíbles.
La comunicación, el deseo del cuerpo amado, el amor carnal y el platónico, la tradición judeo-cristiana, las ideas de Platón, el tantrismo (en sus versiones hindú y budista), la desaparición del otro y el yo subsumido en el otro, son algunos de los temas tratados por Octavio Paz en La llama doble: amor y erotismo.






Del libro La llama doble




Todos los días oímos esta frase: nuestro siglo es el siglo de la comunicación. Es un lugar común que, como todos, encierra un equívoco. Los medios modernos de transmisión de las noticias son prodigiosos; lo son mucho menos las formas en que usamos esos medios y la índole de las noticias e informaciones que se transmiten en ellos. Los medios muchas veces manipulan la información y, además, nos inundan con trivialidades. Pero aun sin esos defectos toda comunicación, incluso la directa y sin intermediarios, es equívoca. El diálogo, que es la forma más alta de comunicación que conocemos, siempre es un afrontamiento de alteridades irreductibles. Su carácter contradictorio consiste en que es un intercambio de informaciones concretas y singulares para el que las recibe. Digo verde y aludo a una sensación particular, única e inseparable de un instante, un lugar y un estado psíquico y físico: la luz cayendo sobre la yedra verde esta tarde un poco fría de primavera. Mi interlocutor escucha una serie de sonidos, percibe una situación y vislumbra la idea de verde. ¿Hay posibilidades de comunicación concreta? Sí, aunque el equívoco nunca desaparece del todo. Somos hombres, no ángeles. Los sentidos nos comunican con el mundo y, simultáneamente, nos encierran en nosotros mismos: las sensaciones son subjetivas e indecibles. El pensamiento y el lenguaje son puentes pero, precisamente por serlo, no suprimen la distancia entre nosotros y la realidad exterior. Con esta salvedad, puede decirse que la poesía, la fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de comunión. Nueva dificultad: la comunión es indecible y, en cierto modo, excluye la comunicación: no es un intercambio de noticias sino una fusión. En el caso de la poesía, la comunión comienza en una zona de silencio, precisamente cuando termina el poema. Podría definirse al poema como un organismo verbal productor de silencios. En la fiesta —pienso, ante todo, en los ritos y en otras ceremonias religiosas— la fusión se opera en sentido contrario: no el regreso al silencio, refugio de la subjetividad, sino entrada en el gran todo colectivo: el yo se vuelve un nosotros. En el amor, la contradicción entre comunicación y comunión es aún más patente.
El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Vestido o desnudo, el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante, es todas las formas del mundo. Apenas abrazamos esa forma, dejamos de percibirla como presencia y la asimos como una materia concreta, palpable, que cabe en nuestros brazos y que, no obstante, es ilimitada. Al abrazar a la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia. Dispersión del cuerpo deseado: vemos sólo unos ojos que nos miran, una garganta iluminada por la luz de una lámpara y pronto vuelta a la noche, el brillo de un muslo, la sombra que desciende del ombligo al sexo. Cada uno de estos fragmentos ve por sí solo pero alude a la totalidad del cuerpo. Ese cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito. El cuerpo de mi pareja deja de ser una forma y se convierte en una substancia informe e inmensa en la que, al mismo tiempo, me pierdo y me recobro. Nos perdemos como personas y nos recobramos como sensaciones. A medida que la sensación se hace más intensa, el cuerpo que abrazamos se hace más y más inmenso. Sensación de infinitud: perdemos cuerpo en ese cuerpo. El abrazo carnal es el apogeo del cuerpo y la pérdida del cuerpo. También es la experiencia de la pérdida de la identidad: dispersión de las formas en mil sensaciones y visiones, caída en una substancia oceánica, evaporación de la esencia. No hay forma ni presencia: hay la ola que nos mece, la cabalgata por las llanuras de la noche. Experiencia circular: se inicia por la abolición del cuerpo de la pareja, convertido en una substancia infinita que palpita, se expande, se contrae y nos encierra en las aguas primordiales; un instante después, la substancia se desvanece, el cuerpo vuelve a ser cuerpo y reaparece la presencia. Sólo podemos percibir a la mujer amada como forma que esconde una alteridad irreductible o como substancia que se anula y nos anula.
La condenación del amor carnal como un pecado contra el espíritu no es cristiana sino platónica. Para Platón la forma es la idea, la esencia. El cuerpo es una presencia en el sentido real de la palabra: la manifestación sensible de la esencia. Es el trasunto, la copia de un arquetipo divino: la idea eterna. Por esto, en el Fedro y en El Banquete, el amor más alto es la contemplación del cuerpo hermoso: contemplación arrobada de la forma que es esencia. El abrazo carnal entraña una degradación de la forma en substancia y de la idea en sensación. Por esto también Eros es invisible; no es una presencia: es la obscuridad palpitante que rodea a Psiquis y la arrastra en una caída sin fin. El enamorado ve la presencia bañada por la luz de la idea; quiere asirla pero cae en la tiniebla de un cuerpo que se dispersa en fragmentos. La presencia reniega de su forma, regresa a la substancia original para, al fin, anularse. Anulación de la presencia, disolución de la forma: pecado contra la esencia. Todo pecado atrae un castigo: vueltos del arrebato, nos encontramos de nuevo frente a un cuerpo y un alma otra vez extraños. Entonces surge la pregunta ritual: ¿en qué piensas? Y la respuesta: en nada. Palabras que se repiten en interminables galerías de ecos.
No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo, no condenó a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de procrear: es ansia de inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las ideas, son mejores que los hijos de la carne; sin embargo, en Las leyes exalta a la reproducción corporal. La razón: es un deber político engendrar ciudadanos y mujeres que sean capaces de asegurar la continuidad de la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética y política, Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión con el mundo de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente consigo mismo y con su visión del mundo de las ideas incorruptibles, pero hay una contradicción insalvable en la concepción platónica del erotismo: sin el cuerpo y el deseo que enciende en el amante, no hay ascensión hacia los arquetipos. Para contemplar las formas eternas y participar en la esencia, hay que pasar por el cuerpo. No hay otro camino. En esto el platonismo es el opuesto a la visión cristiana: el Eros platónico busca la desencarnación mientras que el misticismo cristiano es sobre todo un amor de encarnación, a ejemplo de Cristo, que se hizo carne para salvarnos. A pesar de esta diferencia, ambos coinciden en su voluntad de romper con este mundo y subir al todo . El platónico por la escala de la contemplación, el cristiano por el amor a una divinidad que, misterio inefable, ha encarnado en un cuerpo.
Unidos en su negación de este mundo, el platonismo y el cristianismo vuelven a separarse en otro punto fundamental. En la contemplación platónica hay participación, no reciprocidad: las formas eternas no aman al hombre; en cambio, el Dios cristiano padece por los hombres, el Creador está enamorado de sus criaturas. Al amar a Dios, dicen los teólogos y los místicos, le devolvemos, pobremente, el inmenso amor que nos tiene. El amor humano, tal como lo conocemos y vivimos en Occidente desde la época del «amor cortés», nació de la confluencia entre el platonismo y el cristianismo y, asimismo, de sus oposiciones. El amor humano, es decir, el verdadero amor, no niega al cuerpo ni al mundo. Tampoco aspira a otro ni se ve como un tránsito hacia una eternidad más allá del cambio y del tiempo. El amor es amor no a este mundo sino de este mundo; está atado a la tierra por la fuerza de gravedad del cuerpo, que es placer y muerte. Sin alma —o como quiera llamarse a ese soplo que hace de cada hombre y de cada mujer una persona— no hay amor pero tampoco lo hay sin cuerpo. Por el cuerpo, el amor es erotismo y así se comunica con las fuerzas más vastas y ocultas de la vida. Ambos, el amor y el erotismo —llama doble— se alimentan del fuego original: la sexualidad. Amor y erotismo regresan siempre a la fuente primordial, a Pan y a su alarido que hace temblar la selva.
El reverso del Eros platónico es el tantrismo, en sus dos grandes ramas: la hindú y la budista. Para el adepto de Tantra, el cuerpo no manifiesta la esencia: es un camino de iniciación. Más allá no está la esencia, que para Platón es un objeto de contemplación y de participación; al final de la experiencia erótica el adepto llega, si es budista, a la vacuidad, un estado en que la nada y el ser son idénticos; si es hindú, a un estado semejante pero en el que el elemento determinante no es la nada sino el ser —un ser siempre idéntico a él mismo, más allá del cambio. Doble paradoja: para el budista, la nada está llena; para el hinduista, el ser esta vacío. El rito central del tantrismo es la copulación. Poseer un cuerpo y recorrer en él y con él todas las etapas del abrazo erótico, sin excluir a ninguno de sus extravíos o aberraciones, es repetir ritualmente el proceso cósmico de la creación, la destrucción y la recreación de los mundos. También es una manera de romper ese proceso y detener la rueda del tiempo y de las sucesivas reencarnaciones. El yogui debe evitar la eyaculación y esta práctica obedece a dos propósitos: negar la función reproductiva de la sexualidad y transformar el semen en pensamiento de iluminación. Alquimia erótica: la fusión del yo y del mundo, del pensamiento y la realidad, produce un relámpago: la iluminación, llamarada súbita que literalmente consume al sujeto y al objeto. No queda nada: el yogui se ha disuelto en lo incondicionado. Abolición de las formas. En el tantrismo hay una violencia metafísica ausente en el platonismo: romper el ciclo cósmico para penetrar en lo incondicionado. La cópula ritual es, por una parte, una inmersión en el caos, una vuelta a la fuente original de la vida; por otra, es una práctica ascética, una purificación de los sentidos y de la mente, una desnudez progresiva hasta llegar a la anulación del mundo y del yo. El yogui no debe retroceder ante ninguna caricia pero su goce, cada vez más concentrado, debe transformarse en suprema indiferencia. Curioso paralelo con Sade, que veía en el libertinaje un camino hacia la ataraxia, la insensibilidad de la piedra volcánica.
Las diferencias entre el tantrismo y el platonismo son instructivas. El amante platónico contempla la forma, el cuerpo, sin caer en el abrazo; el yogui alcanza la liberación a través de la cópula. En un caso, la contemplación de la forma es un viaje que conduce a la visión de la esencia y a la participación con ella; en el otro, la cópula ritual exige atravesar la tiniebla erótica y realizar la destrucción de las formas. A pesar de ser un rito acentuadamente carnal, el erotismo tántrico es una experiencia de desencarnación. El platonismo implica una represión y una sublimación: la forma amada es intocable y así se substrae de la agresión sádica. El yogui aspira a la abolición del deseo y de ahí la naturaleza contradictoria de su tentativa: es un erotismo ascético, un placer que se niega a sí mismo. Su experiencia está impregnada de un sadismo no físico sino mental: hay que destruir las formas. En el platonismo, el cuerpo amado es intocable; en el tantrismo el intocable es el espíritu del yogui. Por esto tiene que agotar, durante el abrazo, todas las caricias que proponen los manuales de erotología pero reteniendo la descarga seminal; si lo consigue, alcanza la indiferencia del diamante: impenetrable, luminoso y transparente.
Aunque las diferencias entre el platonismo y el tantrismo son muy hondas —corresponden a dos visiones del mundo y del hombre radicalmente opuestas— hay un punto de unión entre ellos: el otro desaparece. Tanto el cuerpo que contempla el amante platónico como la mujer que acaricia el yogui, son objetos, escalas en una ascensión hacia el cielo puro de las esencias o hacia esa región fuera de los mapas que es lo incondicionado. El fin que ambos persiguen está más allá del otro. Esto es, esencialmente, lo que los separa del amor, tal como ha sido descrito en estas páginas. Es útil repetirlo: el amor no es la búsqueda de la idea o la esencia; tampoco es un camino hacia un estado más allá de la idea y la no-idea, el bien y el mal, el ser y el no-ser. El amor no busca nada más allá de sí mismo, ningún bien, ningún premio; tampoco persigue una finalidad que lo trascienda. Es indiferente a toda trascendencia: principia y acaba en él mismo. Es una atracción por un alma y un cuerpo; no una idea: una persona. Esa persona es única y está dotada de libertad, para poseerla, el amante tiene que ganar su voluntad. Posesión y entrega son actos recíprocos.
Como todas las grandes creaciones del hombre, el amor es doble: es la suprema ventura y la desdicha suprema. Abelardo llamó al relato de su vida: Historia de mis calamidades. Su mayor calamidad fue también su más grande felicidad: haber encontrado a Eloísa y ser amado por ella. Por ella fue hombre: conoció el amor; y por ella dejó de serlo: lo castraron. La historia de Abelardo es extraña, fuera de lo común; sin embargo, en todos los amores, sin excepción, aparecen esos contrastes, aunque casi siempre menos acusados. Los amantes pasan sin cesar de la exaltación al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura, de la desesperación a la sensualidad. Al contrario del libertino, que busca a un tiempo el placer más intenso y la insensibilidad moral más absoluta, el amante está perpetuamente movido por sus contradictorias emociones. El lenguaje popular, en todos los tiempos y lugares, es rico en expresiones que describen la vulnerabilidad del enamorado: el amor es una herida, una llaga. Pero, como dice San Juan de la Cruz, es «una llaga regalada», un «cauterio suave», una «herida deleitosa». Sí, el amor es una flor de sangre. También es un talismán. La vulnerabilidad de los amantes los defiende. Su escudo es su indefensión, están armados de su desnudez. Cruel paradoja: la sensibilidad extrema de los amantes es la otra cara de su indiferencia, no menos extrema, ante todo lo que no sea su amor. El gran peligro que acecha a los amantes, la trampa mortal en que caen muchos, es el egoísmo. El castigo no se hace esperar: los amantes no ven nada ni a nadie que no sea ellos mismos hasta que se petrifican... o se aburren. El egoísmo es un pozo. Para salir al aire libre, hay que mirar más allá de nosotros mismos: allá está el mundo y nos espera.
El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia. Ningún amor, sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a los desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho de tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona amada está sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte. Como un remedio contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar al cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos también practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El remedio fue vano y provocó la venganza del cuerpo y de la imaginación exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los anacoretas. Sus visiones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y fortifica. Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata. Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra del tiempo: lo transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.
No hay remedio contra el tiempo. O, al menos, no lo conocemos. Pero hay que confiarse a la corriente temporal, hay que vivir. El cuerpo envejece porque es tiempo como todo lo que existe sobre esta tierra. No se me oculta que hemos logrado prolongar la vida y la juventud. Para Balzac la edad crítica de la mujer comenzaba a los treinta años; ahora a los cincuenta. Muchos científicos piensan que en un futuro más o menos próximo será posible evitar los achaques de la vejez. Estas predicciones optimistas contrastan con lo que sabemos y vemos todos los días: la miseria aumenta en más de la mitad del planeta, hay hambrunas e incluso en la antigua Unión Soviética, en los últimos años del régimen comunista, aumentó la tasa de la mortalidad infantil. (Ésta es una de las causas que explican el desplome del imperio soviético). Pero aun si se cumpliesen las previsiones de los optimistas, seguiríamos siendo súbditos del tiempo. Somos tiempo y no podemos substraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, no negarlo ni destruirlo. Esto es lo que han hecho los grandes artistas, los poetas, los filósofos, los científicos y algunos hombres de acción. El amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo, el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados porque todos están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas temporales y que saben que van a morir; en todos los amores, aun en los más trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumana: es una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro lado, ese allá que es un aquí, en donde nada cambia y todo lo que es realmente es.
La juventud es el tiempo del amor. Sin embargo, hay jóvenes viejos incapaces de amor, no por impotencia sexual sino por sequedad de alma; también hay viejos jóvenes enamorados: unos son ridículos, otros patéticos y otros más sublimes. Pero ¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado por la enfermedad? Es muy difícil, aunque no enteramente imposible. Recuérdese que el erotismo es singular y no desdeña ninguna anomalía. ¿No hay monstruos hermosos? Además, es claro que podemos seguir amando a una persona, a pesar de la erosión de la costumbre y la vida cotidiana o de los estragos de la vejez y la enfermedad. En esos casos, la atracción física cesa y el amor se transforma. En general se convierte no en piedad sino en com-pasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento de otro. Ya viejo, Unamuno decía: no siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas. La palabra pasión significa sufrimiento y, por extensión, designa también al sentimiento amoroso. El amor es sufrimiento, padecimiento, porque es carencia y deseo de posesión de aquello que deseamos y no tenemos; a su vez, es dicha porque es posesión, aunque instantánea y siempre precaria. El Diccionario de Autoridades registra otra palabra hoy en desuso pero empleada por Petrarca: comphatía. Deberíamos reintroducirla en la lengua pues expresa con fuerza este sentimiento de amor transfigurado por la vejez o la enfermedad del ser amado.
Según la tradición, el amor es un compuesto indefinible de alma y cuerpo; entre ellos, a la manera de un abanico, se despliegan una serie de sentimientos y emociones que van de la sexualidad más directa a la veneración, de la ternura al erotismo. Muchos de esos sentimientos son negativos: en el amor hay rivalidad, despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya lo dijo Catulo: el odio es indistinguible del amor. Esos afectos y esos resentimientos, simpatías y antipatías, se mezclan en todas las relaciones amorosas y componen un licor único, distinto en cada caso y que cambia de coloración, aroma y sabor según cambian el tiempo, las circunstancias y los humores. Es un filtro más poderoso que el de Tristán e Isolda. Da vida y muerte: todo depende de los amantes. Puede transformarse en pasión, aborrecimiento, ternura y obsesión. A cierta edad, puede convertirse en comphatía. ¿Cómo definir a este sentimiento? No es un afecto de la cabeza ni del sexo sino del corazón. En el fruto último del amor, cuando se ha vencido a la costumbre, al tedio y a esa tentación insidiosa que nos hace odiar todo aquello que hemos amado.
El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo, estira los minutos y los alarga como siglos. El tiempo, que es medida isócrona, se vuelve discontinuo e inconmensurable. Pero después de cada uno de esos instantes sin medida, volvemos al tiempo y a su horario: no podemos escapar de la sucesión. El amor comienza con la mirada: miramos a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada. No por mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los ojos. De otro modo, ya lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más complejos, Donne se refiere a esta situación. Arrobados, los amantes se miran interminablemente:






wee, like sepulchrallstatues lay;



All day, the same our postures were,



And wee said nothing, all the day.




Si se prolongase esta inmóvil beatitud, pereceríamos. Debemos volver a nuestros cuerpos, la vida nos reclama:




Love mysteries in soules doe grow,



But yet the body is his booke.






Tenemos que mirar, juntos, al mundo que nos rodea. Tenemos que ir más allá, al encuentro de lo desconocido.
Si el amor es tiempo, no puede ser eterno. Está condenado a extinguirse o a transformarse en otro sentimiento. La historia de Filemón y Baucis, contada por Ovidio en el libro VIII de Las metamorfosis , es un ejemplo encantador. Júpiter y Mercurio recorren Frigia pero no encuentran hospitalidad en ninguna de las casas adonde piden albergue, hasta que llegan a la choza del viejo, pobre y piadoso Filemón y de su anciana esposa, Baucis. La pareja los acoge con generosidad, les ofrece un lecho rústico de algas y una cena frugal, rociada con un vino nuevo que beben en vasos de madera. Poco a poco los viejos descubren la naturaleza divina de sus huéspedes y se prosternan ante ellos. Los dioses revelan su identidad y ordenan a la pareja que suba con ellos a la colina. Entonces, con un signo, hacen que las aguas cubran la tierra de los frigios impíos y convierten en pantano sus casas y sus campos. Desde lo alto, Baucis y Filemón ven con miedo y lástima la destrucción de sus vecinos; después, maravillados, presencian como su choza se transforma en un templo de mármol y techo dorado. Entonces Júpiter les pide que digan su deseo. Filemón cruza unas cuantas palabras con Baucis y ruega a los dioses que los dejen ser, mientras duren sus vidas, guardianes y sacerdotes del santuario. Y añade: puesto que hemos vivido juntos desde nuestra juventud, queremos morir unidos y a la misma hora: «que yo no vea la pira de Baucis ni que ella me sepulte». Y así fue: muchos años guardaron el templo hasta que, gastados por el tiempo, Baucis vio a Filemón cubrirse de follajes y Filemón vio cómo el follaje cubría a Baucis. Juntos dijeron: «Adiós esposo» y la corteza ocultó sus bocas. Filemón y Baucis se convirtieron en dos árboles: una encina y un tilo. No vencieron al tiempo, se abandonaron a su curso y así lo transformaron y se transformaron.
Filemón y Baucis no pidieron la inmortalidad ni quisieron ir más allá de la condición humana: la aceptaron, se sometieron al tiempo. La prodigiosa metamorfosis con la que los dioses —el tiempo— los premiaron, fue un regreso: volvieron a la naturaleza para compartir con ella, y en ella, las sucesivas transformaciones de todo lo vivo. Así, su historia nos ofrece a nosotros, en este fin de siglo, otra lección. La creencia en la metamorfosis se fundó, en la Antigüedad, en la continua comunicación entre los tres mundos: el sobrenatural, el humano y el de la naturaleza. Ríos, árboles, colinas, bosques, mares, todo estaba animado, todo se comunicaba y todo se transformaba al comunicarse. El cristianismo desacralizó a la naturaleza y trazó una línea divisoria e infranqueable entre el mundo natural y el humano. Huyeron las ninfas, las náyades, los sátiros y los tritones o se convirtieron en ángeles o en demonios. La Edad Moderna acentuó el divorcio: en un extremo, la naturaleza y, en el otro, la cultura. Hoy, al finalizar la modernidad, redescubrimos que somos parte de la naturaleza. La tierra es un sistema de relaciones o, como decían los estoicos, una «cons-piración de elementos», todos movidos por la simpatía universal. Nosotros somos partes, piezas vivas en ese sistema. La idea del parentesco de los hombres con el universo aparece en el origen de la concepción del amor. Es una creencia que comienza con los primeros poetas, baña a la poesía romántica y llega hasta nosotros. La semejanza, el parentesco entre la montaña y la mujer o entre el árbol y el hombre, son ejes del sentimiento amoroso. El amor puede ser ahora, como lo fue en el pasado, una vía de reconciliación con la naturaleza. No podemos cambiarnos en fuentes o encinas, en pájaros o en toros, pero podemos reconocernos en ellos.
No menos triste que ver envejecer y morir a la persona que amamos, es descubrir que nos engaña o que ha dejado de querernos. Sometido al tiempo, al cambio y a la muerte, el amor es víctima también de la costumbre y del cansancio. La convivencia diaria, si los enamorados carecen de imaginación, puede acabar con el amor más intenso. Poco podemos contra los infortunios que reserva el tiempo a cada hombre y a cada mujer. La vida es un continuo riesgo, vivir es exponerse. La abstención del ermitaño se resuelve en delirio solitario, la fuga de los amantes en muerte cruel. Otras pasiones pueden seducirnos y arrebatarnos. Unas superiores, como el amor a Dios, al saber o a una causa; otras bajas, como el amor al dinero o al poder. En ninguno de esos casos desaparece el riesgo inherente a la vida: el místico puede descubrir que corría detrás de una quimera, el saber no defiende al sabio de la decepción que es todo saber, el poder no salva al político de la traición del amigo. La gloria es una cifra equivocada con frecuencia y el olvido es más fuerte que todas las reputaciones. Las desdichas del amor son las desdichas de la vida.
A pesar de todos los males y todas las desgracias, siempre buscamos querer y ser queridos. El amor es lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los bienaventurados. Las imágenes de la edad de oro y del paraíso terrenal se confunden con las del amor correspondido: la pareja en el seno de una naturaleza reconciliada. A través de más de dos milenios, lo mismo en Occidente que en Oriente, la imaginación ha creado parejas ideales de amantes que son la cristalización de nuestros deseos, sueños, temores y obsesiones. Casi siempre esas parejas son jóvenes: Dafnis y Cloe, Calixto y Melibea, Bao-yu y Dai-yu. Una de las excepciones es, precisamente, la de Filemón y Baucis. Emblemas del amor, esas parejas conocen una dicha sobrehumana pero también un final trágico. La Antigüedad vio en el amor un desvarío e incluso el mismo Ovidio, gran cantor de los amoríos fáciles, dedicó un libro entero, las Heroidas , a las desventuras del amor: separación, ausencia, engaño. Se trata de veintiuna epístolas de mujeres célebres a los amantes y esposos que las han abandonado, todos ellos héroes legendarios. Sin embargo, para la Antigüedad el arquetipo fue juvenil y dichoso: Dafnis y Cloe, Eros y Psiquis. En cambio, la Edad Media se inclina decididamente por el modelo trágico. El poema de Tristán comienza así: «Señores, ¿les agradaría oír un hermoso cuento de amor y de muerte? Se trata de la historia de Tristán y de Isolda, la reina. Escuchad cómo, entre grandes alegrías y penas, se amaron y murieron el mismo día, él por ella y ella por él...» Desde el Renacimiento, nuestro arquetipo también es trágico: Calixto y Melibea, pero, sobre todo y ante todo, Romeo y Julieta. Esta última es la más triste de todas esas historias, pues los dos mueren inocentes y víctimas no del destino sino de la casualidad. Con Shakespeare el accidente destrona al Destino antiguo y a la Providencia cristiana.
Hay una pareja que abarca a todas las parejas, de los viejos Filemón y Baucis a los adolescentes Romeo y Julieta; su figura y su historia son las de la condición humana en todos los tiempos y lugares: Adán y Eva. Son la pareja primordial, la que contiene a todas. Aunque es un mito judeo-cristiano, tiene equivalentes o paralelos en los relatos de otras religiones. Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. Antes de la historia, en el paraíso, la naturaleza era inocente y cada criatura vivía en armonía con las otras, con ella misma y con el todo. El pecado de Adán y Eva los arroja al tiempo sucesivo: al cambio, al accidente, al trabajo y a la muerte. La naturaleza, corrompida, se divide y comienza la enemistad entre las criaturas, la carnicería universal: todos contra todos. Adán y Eva recorren este mundo duro y hostil, lo pueblan con sus actos y sus sueños, lo humedecen con su llanto y con el sudor de su cuerpo. Conocen la gloria del hacer y del procrear, el trabajo que gasta el cuerpo, los años que nublan la vista y el espíritu, el horror del hijo que muere y del hijo que mata, comen el pan de la pena y beben el agua de la dicha. El tiempo los habita y el tiempo los deshabita. Cada pareja de amantes revive su historia, cada pareja sufre la nostalgia del paraíso, cada pareja tiene conciencia de la muerte y vive un continuo cuerpo a cuerpo con el tiempo sin cuerpo... Reinventar el amor es reinventar a la pareja original, a los desterrados del Edén, creadores de este mundo y de la historia.
El amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes. Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida. No a la vida eterna sino, como he tratado de decirlo en algunos poemas, a la vivacidad pura. En un pasaje célebre, al hablar de la experiencia religiosa, Freud se refiere al «sentimiento oceánico», ese sentirse envuelto y mecido por la totalidad de la existencia. Es la dimensión pánica de los antiguos, el furor sagrado, el entusiasmo: recuperación de la totalidad y descubrimiento del yo como totalidad dentro del Gran Todo. Al nacer, fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos nos hemos sentido regresar a la totalidad original. Por esto, las imágenes poéticas transforman a la persona amada en naturaleza —montaña, agua, nube, estrella, selva, mar, ola— y, a su vez, la naturaleza habla como si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es el mundo. También con los tres tiempos. El amor no es la eternidad; tampoco es el tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. No nos libra de la muerte pero nos hace verla a la cara. Ese instante es el reverso y el complemento del «sentimiento oceánico». No es el regreso a las aguas de origen sino la conquista de un estado que nos reconcilia con el exilio del paraíso. Somos el teatro del abrazo de los opuestos y de su disolución, resueltos en una sola nota que no es de afirmación ni de negación sino de aceptación. ¿Qué ve la pareja, en el espacio de un parpadeo? La identidad de la aparición y la desaparición, la verdad del cuerpo y del no-cuerpo, la visión de la presencia que se disuelve en un esplendor: vivacidad pura, latido del tiempo.
México, 1 de mayo de 1993

jueves, 5 de febrero de 2009

Encuentro de grandes



Uno de los mas interesantes escritores actuales......... junto a Neil Gaiman

lunes, 2 de febrero de 2009

A quien le quepa el saco

Siempre me gustó cierta rebelión que enfile contra el sentido común que dice que pobres hubo siempre, que los ricos pueden gobernar mejor porque no necesitan robar, que alguien que traiciona una alianza puede ser un héroe mediático primero y un tipo que suba en las encuestas después, aunque no se sepa cómo piensa gobernar ya que perteneció a un partido del que se fue, pasándose con armas y bagajes al opositor, partido que ahora quiere que el tipo vuelva pero mejor no, porque tienen miedo de que vuelva a pasarse a otro también con armas y bagajes. Como me gusta ir contra la corriente de las encuestas no puedo dejar de pensar lo siguiente: supongamos que un maestro tiene un grupo de alumnos que lo hostiga, que le pide que no enseñe y se la pase haciendo chistes. Duda si debe atender el reclamo. Pero los alumnos lo amenazan, le dicen que si no hace lo que ellos piden le incendiarán el colegio. El maestro teme. Piensa en su mujer y sus hijas que están en su hogar esperándolo con una buena milanesa a la napolitana. Vacila, llama a todos los canales de televisión para dejar constancia de que suda la camiseta. La directora le pide que no renuncie a imponer pautas a los alumnos, que los discipline en la solidaridad con otros alumnos, que no pueden ver incendiada como a Cartago la escuelita a la que van. La mitad del colegio le pide pista; la otra mitad le dice, con la directora, que no traicione sus alianzas morales con la buena educación. Cede ante el chantaje. Se transforma en el más popular de los maestros por parte de los alumnos. Va a todos los campeonatos donde lo aplauden, lo saludan,
usa el salón de actos para hacer anuncios: es mejor doblarse que romperse, explica. Luego, lo proponen como director. Pero ya es tarde: hace rato que los facinerosos coparon el colegio. Corre de todo allí, sobre todo el dolor. Sí: me gusta ir contra la corriente, aunque omita uno que otro nombre propio. Aunque pierda.

María Seoane




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