lunes, 31 de octubre de 2011





Breccia de nuevo recuperado


Por Juan Sasturain

Hace unos años –tres o cuatro–, en circunstancias de las que me gustaría acordarme puntualmente mejor, me cité a la vuelta de mi casa, en el café La Puerto Rico, con un español de paso por estas saqueadas costas, que –según dijo– tenía para vender originales de distintos dibujates argentinos de historietas y suponía que yo podía opinar algo (si no comprar: no colecciono) sobre posibles interesados. Era o se presentaba como un intermediario.

Me acuerdo muy poco de lo que charlamos ese mediodía y apenas de lo no mucho que me mostró en la pantalla de su pequeña y por entonces modernísima computadora. Es que de golpe, me quedé absolutamente sorprendido: me estaba mostrando, una a una, diez páginas que reconocí enseguida.

–¿Y esto?

–Es Alberto Breccia.

–Ya sé.

Y ahí, al verme interesado, me explicó que se trataba de una obra de Breccia de los años ochenta o antes; el comienzo de una serie sin título de la que –como yo podía observar– se conservaba solamente el lápiz, ya que el artista nunca la había pasado a tinta. Era un trabajo notable, empezó a explicar.

–La conozco –lo corté impaciente–. ¿Y quién vende esto?

–Un coleccionista inglés.

–Qué hijo de puta...

Se me escapó.

Es que lo que tenía ahí en pantalla o –mejor dicho– los originales que alguien había escaneado para ponerlos a la venta internacional se suponía (yo suponía) que estaban, junto a muchos, centenares de otros, en Buenos Aires, en el lugar en que estaba depositada “toda” la obra del Viejo desde hacía tantos años esperando quién sabe qué.

–¿Le interesa? –dijo el tipo.

–Claro: me interesa saber cómo esto llegó hasta ahí. Esa historieta tiene nombre, se llama El Dibujado y la escribí yo.

Y terminé con una larga serie de puteadas que el imperturbable intermediario –sin hacerse cargo de lo que le tocara– dijo estar dispuesto a intermediar cuando huyó sin dejar rastros.

Se sabe: el uruguayo Alberto Breccia, que vivió prácticamente toda su vida en la Argentina, fue (sigue siendo) uno de los dibujantes de historietas más importantes del mundo. Para los que necesitan avales y creen en el criterio de autoridad a la hora de opinar, Frank Miller dijo que “con Breccia empezó todo”. El autor de The Dark Knight y Sin City se refería simplemente a la modernidad.

Alberto Breccia nació en 1919 –como Héctor Oesterheld– y murió en Buenos Aires en 1993. Tras ganar popularidad en los cuarenta con el clásico Vito Nervio, escrito por Leonardo Wadel, fue con Oesterheld que realizó algunas de sus obras mayores: en los cincuenta Sherlock Time; Mort Cinder –obra maestra absoluta– a principios de los sesenta; y la Vida del Che y la segunda versión de El Eternauta (en colaboración con Enrique Breccia, su talentoso hijo) a fines de esa misma década. Trabajó luego largamente con Carlos Trillo sobre todo en los setenta (Un tal Daneri, El viajero de gris, Buscavidas) y realizó por entonces, solo o acompañado, insuperables adaptaciones de clásicos literarios de terror: Quiroga, Poe, Stoker, Lord Dunsany y –extensamente– H. P. Lovecraft. Ese famoso Breccia “negro” no opaca los otros registros, de la aventura clásica al humor y al dibujo infantil. Hizo todo, mucho y bien: artista y laburante.

Me tocó en suerte trabajar con él durante toda la década del ochenta. Hicimos casi diez años Perramus, además de algunas historias sueltas y adaptaciones de narradores latinoamericanos contemporáneos. Hacia 1986/87, tras las primeras tres historias de la saga ambientada en la metafórica dictadura, imaginé una nueva serie, más aventurera que sombría y con cierto tono retro, incluso en el dibujo clásico, a lo Sherlock Time: se llamaría El Dibujado y, en la ficción, el protagonista era un personaje originalmente creado por Oesterheld-Breccia, Juan Deveras, que ellos no habían llegado a desarrollar... La historia estaba contada por Diego Fierro, que trabajaba en una revista, y jugaba con el doble nivel de representación: los personajes clásicos creados por Oesterheld-Breccia décadas atrás –los Ojos de plomo, el Dr. Morgue, etc.– invadían la nueva historieta, interactuaban con El Dibujado Juan Deveras, lo acompañaban en las nuevas aventuras.

Escribí el primer guión de diez páginas, Alberto lo dibujó detalladamente a lápiz y allí quedó... Nunca lo pasó a tinta. Esperaba, “se” esperaba, no “sabía” cómo lo iba a resolver. No quería hacer lo mismo que en Perramus y tampoco volver a copiarse, retomar su estilo clásico. Y ahí quedó. Y pasó el tiempo, y nunca más.

Precisamente, la primera aventura –que aparece insinuada en la secuencia inicial– era el rescate de los dientes de Gardel diseminados tras su muerte. Y ése es el argumento que, apenas un par de años después, “canibalizamos” –como diría Chandler– para encarar la cuarta y última aventura de Perramus: Diente por diente. Yo me había ido un tiempo a vivir a España, trabajamos un poco más, a distancia, y fue nuestro último laburo juntos. Regresé en el verano del ’92 y al año siguiente el 10 de noviembre –el Día del Dibujante, para los que gustan de las coincidencias– el glorioso Viejo se murió. Tenía 73 años.

Bien: esas diez páginas de una historieta no nacida, El Dibujado, son las que –entre otras– un tránsfuga vendía en Buenos Aires, por cuenta de coleccionistas europeos, hace unos años atrás. ¿Cómo habían llegado allí? Es largo y penoso el trámite, y precisamente en estos días se ha echado algo de saludable luz sobre el asunto.

Todo empieza cuando, a la muerte de Breccia, el juez, a requerimiento de alguna de las partes en sucesión, decide, por cuestiones de seguridad y para evitar “filtraciones”, colocar el patrimonio artístico debidamente inventariado en depósito judicial hasta tanto se decida qué hacer con él. Y allá va toda la obra del maestro –centenares de páginas originales que estaban en la vieja casa de Haedo– a un depósito de la empresa Firme S.A. (oh paradojas nominales...) donde permanece –se supone– durante una docena de años, en segura custodia. Hasta que, al declararse en quiebra Firme S.A. en marzo del 2005, los acontecimientos se precipitan.

Avisos de venta de originales, y exhibiciones/exposiciones de algunas de esas obras inventariadas a ambos lados del Atlántico indican a las autoridades, previa denuncia, que no todo estaba o seguía estando donde debería: con la quiebra, o desde antes, algunos se habían literalmente afanado si no todo, gran parte.

Vía Internet y vía Interpol, ahora todo es más rápido –al menos en la detección– y así fue cómo, hace unas semanas, se acaba de anunciar que, tras meticulosas pesquisas –porque hubo voluntad y aptitud de la Justicia y de la policía para hacerlo– hay dos presos, se han recuperado casi 200 páginas en un domicilio de Glew, en el sur del Gran Buenos Aires, y hay localizadas –en España, Francia, Italia, Inglaterra, etc.– decenas y decenas de páginas vendidas en subastas públicas u operaciones privadas, por valor de varios centenares de miles de euros. El valor total de lo afanado (recuperado o en vías de) dicen que supera el millón de la moneda europea. Y ésa ha sido la buena noticia de estos días. Qué tal.

De todo esto, lo único que (nos) importa a muchos es que, después de tanto tiempo, se den las condiciones de volver a ver la extraordinaria obra de Alberto Breccia editada (algo se ha hecho) y –sobre todo– públicamente exhibida como se debe y merece, en la Argentina. Por múltiples razones, algunas obvias y otras menos, no ha habido una exposición integral en dos décadas. Acaso sea una inmejorable oportunidad de hacerlo, salvando todos los obstáculos, haciéndolo con cuidado y esmero, cuando en el 2013 se cumplan veinte años de la desaparición del Viejo. Será el modo de hacerle justicia a uno de los más grandes artistas que tuvimos la suerte y el privilegio de disfrutar durante décadas.

Y ahí no pierdo la esperanza de ver colgadas las páginas de El Dibujado que un pirata –como suelen hacerlo– se llevó, con el concurso necesario de ladrones nativos que nunca han faltado.


http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-180138-2011-10-31.html





jueves, 27 de octubre de 2011

K




Por Alejandro Dolina

El peronismo ha sido muchas veces actor principal de acuerdos y concertaciones políticas. Hay, por otra parte, un arsenal de pensamientos burgueses que garantizan la conveniencia de buscar coincidencias.

Algunos llegan a decir que en realidad, todos deseamos lo mismo y que discrepamos acerca de las metodologías.

Se ha llegado a sostener que las ideologías habían muerto y que bastaba con elegir buenos administradores para que gobernaran.

Todo esto viene acompañado con un continuo elogio de las buenas maneras en las discusiones políticas y aún en los conflictos sociales.

A cada momento se nos propone a nuestra admiración la conducta de príncipes sonrientes o de antagonistas que se dispensan elogios mutuos durante las negociaciones.

Estas escasas palabras servirán primero para saludar todas estas ideas que acabo de exponer.

¿Quién soy yo para no ovacionarlas de pie? Pero también, y como humilde despacho en disidencia, propongo un tímido elogio del desacuerdo, de la bifurcación, de la heterodoxia, de la herejía.

Después de todo, las revoluciones surgen sólo de desacuerdos: el hombre es un mono disidente.

Me permito entonces, subrayar la acción política de Néstor Kirchner como venturoso gestor de desacuerdos. El se atrevió a recorrer caminos que nadie se atrevía a transitar y que parecían alejarse de las concurridas avenidas centrales que recomendaban los poderosos del mundo global. Y se metió por unas calles ya olvidadas cuyos nombres sólo se pronunciaban en los foros estudiantiles, en las reuniones de soñadores y en rincones que siempre estaban alejados del poder político.

Esas calles de desacuerdo ahora pueden reconocerse: una conduce al crecimiento del mercado interno... Otra al control del comercio exterior... Está bien el boulevard de la intervención del Estado o la esquina de la ley de medios, la plaza de la asignación por hijo y los veredones del desendeudamiento. Algunas de estas calles habían sido recorridas por otro señor en 1946.

Cuando alguien del poder político se atreve a caminar estos senderos termina por llegar a un distrito donde el poder político no está en el mismo lugar que el poder económico. Y la bifurcación se produce y son inevitables los ataques de las corporaciones y de los poderosos que tratarán de conseguir el regreso de los gobernantes tránsfugas hacia las avenidas iluminadas de sus intereses.

Hace muchos años hubo por televisión un debate entre el doctor Teodoro Bronzini, líder socialista e intendente de Mar del Plata, y el doctor Becar Varela que militaba en el partido que entonces tenía al menos el coraje de admitirse como conservador.

Fue una conversación muy amable y el moderador se sorprendió al fin del programa de que hubieran coincidido en tantas cosas. En realidad, no era sorprendente, ambos políticos formaban parte de una visión liberal del mundo y eran funcionales a los intereses de las corporaciones. ¿Cómo no van a ser amables si en el fondo pensaban lo mismo? Néstor Kirchner no les parecía amable a las corporaciones. En verdad, ningún otro presidente salvo aquel otro señor de 1946, les pareció tan desagradable. Y lo atacaron como a nadie ¿Por qué? No porque Kirchner tuviese mal carácter y fuera confrontativo como quien es cascarrabias.

No se trataba de una cuestión de carácter: este tipo había tocado sus intereses. Y fue el único que lo hizo. Todos los demás parecían aceptables en algún momento porque también en algún momento eran funcionales a los intereses del poder económico.

Y eso es todo lo que quería decir, a veces no hay más remedio que disentir, que persistir en el desacuerdo. Hoy casi por única vez en nuestra historia, el poder político no está donde está el poder económico.

Y este hombre que ahora se ha ido produjo un último acto de `insujeción`. Su muerte encendió la luz, y como en un refusilo vimos algo que la cerrazón de los medios había ocultado en la oscuridad: las calles laterales, las que no recomendaban los poderosos, estaban llenas de gente.

KIJANO




El sepulcro de don Quijote


Miguel de Unamuno

Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren. ¿No habrá un medio, me dices, de reproducir la epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas del milenario.

Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad Media; como tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario. Si consiguiéramos hacer creer que un día dado, sea el 2 de mayo de 1908, el centenario del grito de la independencia, se acababa para siempre España; que en este día nos repartían como a borregos, creo que el día 3 de mayo de 1908 sería el más grande de nuestra historia, el amanecer de una nueva vida.

Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad y ansia de singularizarse.

No se comprende aquí ya ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo de la razón de la sinrazón es ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor don Quijote resucitara y volviese a esta su España, andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hace no más sino por meter ruido y que de él se hable, por vanagloria; otras que lo hace por divertirse y pasar el tiempo, por deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos les dé por deportes semejantes!

Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos estos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto —sea o no lo que ellos suponen— se dicen: ¡bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen perdió todo su valor la cosa. Para eso les sirve la lógica, la cochina lógica.

Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan comprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablarles de ella.

Han llegado a preguntarse estúpidamente para qué hizo Dios el mundo, y se han contestado a sí mismos: ¡para su gloria!, y se han quedado tan orondos y satisfechos, como si los muy majaderos supieran qué es eso de la gloria de Dios.

Las cosas se hicieron primero, su para qué después. Que me den una idea nueva, cualquiera, sobre cualquier cosa, y ella me dirá para qué sirve.

Alguna vez, cuando expongo algún proyecto, algo que me parece debía hacerse, no falta quien me pregunte: ¿y después? A estas preguntas no cabe otra respuesta que una pregunta, y al «¿y después?», no hay sino dar de rebote un «¿y antes?».

No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué será de nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Ésta es la única cuestión.

Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que existir.

Pero ¿existen? ¿Existen en verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito. Y ese sufrimiento, esta pasión, que no es sino la pasión de Dios en nosotros, nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les haría romper todos esos menguados eslabones lógicos con que tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir.

¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso nunca Sancho por qué hacía don Quijote las cosas que hacía?

Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a tu preocupación: ¿qué locura colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres? ¿Qué delirio?

Tú mismo te has acercado a la solución en una de esas cartas con que me asaltas a preguntas. En ella me decías: ¿no crees que se podría intentar alguna nueva cruzada?

Pues bien, sí; creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado. Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón.

Defenderán, es natural, su usurpación y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el Caballero no resucite.

A estas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones estás perdido.

Si te preguntan, como acostumbran, ¿con qué derecho reclamas el sepulcro?, no les contestes nada, que ya lo verán luego. Luego…, tal vez cuando ni tú ni ellos existáis ya, por lo menos en este mundo de las apariencias.2

* Y esta santa cruzada lleva una gran ventaja a aquellas otras santas cruzadas de que alboreó una nueva vida en este viejo mundo. Aquellos ardientes cruzados sabían dónde estaba el sepulcro de Cristo, dónde se decía que estaba, mientras que nuestros cruzados no sabrán dónde está el sepulcro de don Quijote. Hay que buscarlo peleando por rescatarlo.

* Tu locura quijotesca te ha llevado más de una vez a hablarme del quijotismo como de una nueva religión. Y a eso he de decirte que esa nueva religión que propones y de que me hablas, si llegara a cuajar, tendría dos singulares preeminencias. La una, que su fundador, su profeta, don Quijote —no Cervantes, por supuesto—, no estamos seguros de que fuese hombre real, de carne y hueso, sino que más bien sospechamos que fue una pura sangre. Y su otra preeminencia sería la de que este profeta era un profeta ridículo, que fue la befa y el escarnio de las gentes.

* Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo. El ridículo es el arma que manejan todos los miserables bachilleres, barberos, curas, canónigos y duques que guardan escondido el sepulcro del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reír a todo el mundo, pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande para parir chistes. Hizo reír con su seriedad.

* Empieza, pues, amigo, a hacer de Pedro el Ermitaño y llama a las gentes a que se te unan, se nos unan, y vayamos todos a rescatar ese sepulcro que no sabemos dónde está.3

* Verás cómo así que el sagrado escuadrón se ponga en marcha aparecerá en el cielo una estrella nueva, sólo visible para los cruzados, una estrella refulgente y sonora, que cantará un canto nuevo en esta larga noche que nos envuelve, y la estrella se pondrá en marcha en cuanto se ponga en marcha el escuadrón de los cruzados, y cuando hayan vencido en su cruzada, o cuando hayan sucumbido todos —que es acaso la manera única de vencer de veras—, la estrella caerá del cielo, y en el sitio en donde caiga allí está el sepulcro. El sepulcro está donde muera el escuadrón.

Y allí donde está el sepulcro, allí está la cuna, allí está el nido. Y de allí volverá a surgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo.

Y no me preguntes más, querido amigo. Cuando me haces hablar de estas cosas me haces que saque del fondo de mi alma, dolorida por la ramplonería ambiente que por todas partes me acosa y aprieta, dolorida por las salpicaduras del fango de mentira en que chapoteamos, dolorida por los arañazos de la cobardía que nos envuelve, me haces que saque del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica, las cosas que ni yo sé lo que quieren decir, ni menos quiero ponerme a averiguarlo.

¿Qué quieres decir con esto? —me preguntas más de una vez—. Y yo te respondo: —¿Lo sé yo acaso?

¡No, mi buen amigo, no! Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni a preguntarle por su nombre. Sólo sé que si le viese la cara y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.

Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción, personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy en serio.

Tú me conoces, tú, y sabes bien cuán lejos estoy de rebuscar adrede paradojas, extravagancias y singularidades, piensen lo que pensaren algunos majaderos. Tú y yo, mi buen amigo, mi único amigo absoluto, hemos hablado muchas veces a solas de lo que sea la locura, y hemos comentado aquello del Brand ibseniano, hijo de Kierkegaard, de que está loco el que está solo. Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, en algo que está fuera de cada uno de los que la comparten. Y tú y yo estamos de acuerdo en que hace falta llevar a las muchedumbres, llevar al pueblo, llevar a nuestro pueblo español, una locura cualquiera, la locura de uno cualquiera de sus miembros que esté loco, pero loco de verdad y no de mentirijillas. Loco, y no tonto.

Tú y yo, mi buen amigo, nos hemos escandalizado ante eso que llaman aquí fanatismo, y que, por nuestra desgracia, no lo es. No; no es fanatismo nada que esté reglamentado y contenido y encauzado y dirigido por bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques; no es fanatismo nada que lleve un pendón con fórmulas lógicas, nada que tenga programa, nada que se proponga para mañana un propósito que puede un orador desarrollar en un metódico discurso.

Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una barbaridad! se ponga en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: «¡hijos míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer una barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué barbaridad va a ser ésa?»; si alguno de esos malandrines que he dicho les detuviese para decir tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad.

¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponernos todos en marcha —porque yo iré con ellos y tras de ti— a rescatar el sepulcro de don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está. Ya nos lo dirá la estrella refulgente y sonora.

Y ¿no será —me dices en tus horas de desaliento, cuando te vas de ti mismo—, no será que creyendo al ponernos en marcha caminar por campos y tierras, estemos dando vueltas en torno al mismo sitio? Entonces la estrella estará fija, quieta sobre nuestras cabezas y el sepulcro en nosotros. Y entonces la estrella caerá, pero caerá para venir a enterrarse en nuestras almas. Y nuestras almas se convertirán en luz, y fundidas todas en la estrella refulgente y sonora subirá ésta, más refulgente aún, convertida en un sol, en un sol de eterna melodía, a alumbrar el cielo de la patria redimida.

En marcha, pues. Y ten en cuenta no se te metan en el sagrado escuadrón de los cruzados bachilleres, barberos, curas, canónigos o duques disfrazados de Sanchos. No importa que te pidan ínsulas; lo que debes hacer es expulsarlos en cuanto te pidan el itinerario de la marcha, en cuanto te hablen de programa, en cuanto te pregunten al oído, maliciosamente, que les digas hacia dónde cae el sepulcro. Sigue a la estrella. Y haz como el Caballero: endereza el entuerto que se te ponga delante. Ahora lo de ahora y aquí lo de aquí.

¡Poneos en marcha! ¿Que adónde vais? La estrella os lo dirá: ¡al sepulcro! ¿Qué vamos a hacer en el camino mientras marchamos? ¿Qué? ¡Luchar! ¡Luchar!, y ¿cómo?

¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente?, gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!, y ¡adelante! ¡Adelante siempre!

¿Es que con eso —me dice uno a quien tú conoces y que ansía ser cruzado—, es que con eso se borra la mentira, ni el ladronicio, ni la tontería del mundo? ¿Quién ha dicho que no? La más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar a un ladrón porque otros seguirán robando, que nada se adelanta con decirle en su cara majadero al majadero, porque no por eso la majadería disminuiría en el mundo.

Sí, hay que repetirlo una y mil veces: con que una vez, una sola vez, acabases del todo y para siempre con un solo embustero habríase acabado el embuste de una vez para siempre.

¡En marcha, pues! Y echa del sagrado escuadrón a todos los que empiecen a estudiar el paso que habrá de llevarse en la marcha y su compás y su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas andan con eso del ritmo! Te convertirían el escuadrón en una cuadrilla de baile, y la marcha en danza. ¡Fuera con ellos! Que se vayan a otra parte a cantar a la carne.

Esos que tratarían de convertirte el escuadrón de marcha en cuadrilla de baile se llaman a sí mismos, y los unos a los otros entre sí, poetas. No lo son. Son cualquier otra cosa. Esos no van al sepulcro sino por curiosidad, por ver cómo sea, en busca acaso de una sensación nueva, y por divertirse en el camino. ¡Fuera con ellos!

Esos son los que con su indulgencia de bohemios contribuyen a mantener la cobardía y la mentira y las miserias todas que nos anonadan. Cuando predican libertad no piensan más que en una: en la de disponer de la mujer del prójimo. Todo es en ellos sensualidad, y hasta de las ideas, de las grandes ideas, se enamoran sensualmente. Son incapaces de casarse con una grande y pura idea y criar familia de ella; no hacen sino amontonarse con las ideas. Las toman de queridas, menos aún, tal vez de compañeras de una noche. ¡Fuera con ellos!

Si alguien quiere coger en el camino tal o cual florecilla que a su vera sonríe, cójala, pero de paso, sin detenerse, y siga al escuadrón cuyo alférez no habrá de quitar ojo de la estrella refulgente y sonora. Y si se pone la florecilla en el peto sobre la coraza no para verla él, sino para que se la vean, ¡fuera con él!, que se vaya, con su flor en el ojal, a bailar a otra parte.

Mira, amigo, si quieres cumplir tu misión y servir a tu patria, es preciso que te hagas odioso a los muchachos sensibles que no ven el universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún. Que tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos.

El escuadrón no ha de detenerse sino de noche junto al bosque o al abrigo de la montaña. Levantará allí sus tiendas, se lavarán los cruzados sus pies, cenarán lo que sus mujeres les hayan preparado, engendrarán luego un hijo en ellas, le darán un beso y dormirán para recomenzar la marcha al siguiente día. Y cuando alguno se muera le dejarán a la vera del camino, amortajado en su armadura, a merced de los cuervos. Quede para los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos.

Si alguno intenta durante la marcha tocar pífano o dulzaina o caramillo o vihuela o lo que fuere, rómpele el instrumento y échale de filas, porque estorba a los demás oír el canto de la estrella. Y es, además, que él no la oye. Y quien no oiga el canto del cielo no debe ir en busca del sepulcro del Caballero.

Te hablarán esos danzantes de poesía. No les hagas caso. El que se pone a tocar su jeringa —que no es otra cosa la «syringa»— debajo del cielo, sin oír la música de las esferas, no merece que se le oiga. No conoce la abismática poesía del fanatismo, no conoce la inmensa poesía de los templos vacíos, sin luces, sin dorados, sin imágenes, sin pompas, sin armas, sin nada de eso que llaman arte. Cuatro paredes lisas y un techo de tablas: un corralón cualquiera.

Echa del escuadrón a todos los danzantes de la jeringa. Échalos antes de que se te vayan por un plato de alubias. Son filósofos cínicos, indulgentes, buenos muchachos, de los que todo lo comprenden y todo lo perdonan. Y el que todo lo comprende no comprende nada, y el que todo lo perdona nada perdona. No tienen escrúpulo en venderse. Como viven en dos mundos pueden guardar su libertad en el otro y esclavizarse en éste. Son a la vez estetas y perezistas y lopecistas o rodriguezistas.

Hace tiempo se dijo que el hambre y el amor son los dos resortes de la vida humana. De la baja vida humana, de la vida de tierra. Los danzantes no bailan sino por hambre o por amor; hambre de carne, amor de carne también. Échalos de tu escuadrón, y que allí, en un prado, se harten de bailar mientras uno toca la jeringa, otro da palmaditas y otro canta a un plato de alubias o a los muslos de su querida de temporada. Y que allí inventen nuevas piruetas, nuevos trenzados de pies, nuevas figuras de rigodón.

Y si alguno te viniera diciendo que él sabe tender puentes y que acaso llegue ocasión en que se deban aprovechar sus conocimientos para pasar un río, ¡fuera con él! ¡Fuera el ingeniero! Los ríos se pasarán vadeándolos, o a nado, aunque se ahogue la mitad de los cruzados. Que se vaya el ingeniero a hacer puentes a otra parte, donde hacen mucha falta. Para ir en busca del sepulcro basta la fe como puente.

Si quieres, mi buen amigo, llenar tu vocación debidamente, desconfía del arte, desconfía de la ciencia, por lo menos de eso que llaman arte y ciencia y no son sino mezquinos remedos del arte y de la ciencia verdaderos. Que te baste tu fe. Tu fe será tu arte, tu fe será tu ciencia.

He dudado más de una vez de que puedas cumplir tu obra al notar el cuidado que pones en escribir las cartas que escribes. Hay en ellas, no pocas veces, tachaduras, enmiendas, correcciones, jeringazos. No es un chorro que brota violento, expulsando el tapón. Más de una vez tus cartas degeneran en literatura, en esa cochina literatura, aliada natural de todas las esclavitudes y de todas las miserias. Los esclavizadores saben bien que mientras está el esclavo cantando a la libertad se consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas.

Pero otras veces recobro fe y esperanza en ti cuando siento bajo tus palabras atropelladas, improvisadas, cacofónicas, el temblor de tu voz dominada por la fiebre. Hay ocasiones en que puede decirse que están en un lenguaje determinado. Que cada cual lo traduzca al suyo.

Procura vivir en continuo vértigo pasional, dominado por una pasión cualquiera. Sólo los apasionados llevan a cabo obras verdaderamente duraderas y fecundas. Cuando oigas de alguien que es impecable, en cualquiera de los sentidos de esta estúpida palabra, huye de él; sobre todo si es artista. Así como el hombre más tonto es el que en su vida no ha hecho ni dicho una tontería, así el artista menos poeta, el más antipoético —entre los artistas abundan las naturalezas antiopoéticas— es el artista impecable, el artista a quien decoran con la corona de laurel, de cartulina, de la impecabilidad los danzantes de la jeringa.

Te consume, mi pobre amigo, una fiebre incesante, una sed de océanos insondables y sin riberas, un hambre de universos, y la morriña de la eternidad. Sufres de la razón. Y no sabes lo que quieres. Y ahora, ahora quieres ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerte allí en lágrimas, consumirte en fiebre, morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad.

Ponte en marcha, solo. Todos los demás solitarios irán a tu lado, aunque no los veas. Cada cual creerá ir solo, pero formaréis batallón sagrado: el batallón de la santa e inacabable cruzada.

Tú no sabes bien, mi buen amigo, cómo los solitarios todos, sin conocerse, sin mirarse a las caras, sin saber los unos los nombres de los otros se dan las manos, se felicitan mutuamente, se bombean y se denigran, murmuran entre sí y va cada cual por su lado. Y huyen del sepulcro.

Tú no perteneces al cotarro, sino al batallón de los libres cruzados. ¿Por qué te asomas a las tapias del cotarro a oír lo que en él se cacarea? ¡No, amigo, no! Cuando pases junto a un cotarro tápate los oídos, lanza tu palabra y sigue adelante, camino del sepulcro. Y que en esa palabra vibren toda tu sed, toda tu hambre, toda tu morriña, todo tu amor.

Si quieres vivir de ellos, vive para ellos. Pero entonces, mi pobre amigo, te habrás muerto.

Me acuerdo de aquella dolorosa carta que me escribiste cuando estabas a punto de sucumbir, de derogar, de entrar en la cofradía. Vi entonces cómo te pesaba tu soledad, esa soledad que debe ser tu consuelo y tu fortaleza.

Llegaste a lo más terrible, a lo más desolador; llegaste al borde del precipicio de tu perdición: llegaste a dudar de tu soledad, llegaste a creerte en compañía. «¿No será —me decías— una mera cavilación, un fruto de soberbia, de petulancia, tal vez de locura esto de creerme solo? Porque yo, cuando me sereno, me veo acompañado, y recibo cordiales apretones de manos, voces de aliento, palabras de simpatía, todo género de muestras de no encontrarme solo, ni mucho menos.» Y por aquí seguías. Y te vi engañado y perdido, te vi huyendo del sepulcro.

No, no te engañas en los accesos de tu fiebre, en las agonías de tu sed, en las congojas de tu hambre; estás solo, eternamente solo. No sólo son mordiscos los mordiscos que como tales sientes; lo son también los que son como besos. Te silban los que aplauden, te quieren detener en tu marcha al sepulcro los que gritan: ¡adelante! Tápate los oídos. Y ante todo cúrate de una afección terrible que, por mucho que te la sacudas, vuelve a ti con terquedad de mosca: cúrate de la afección de preocuparte cómo aparezcas a los demás. Cuídate sólo de cómo aparezcas ante Dios, cuídate de la idea que de ti Dios tenga.

Estás solo, mucho más solo de lo que te figuras, y aun así no estás sino en camino de la absoluta, de la completa, de la verdadera soledad. La absoluta, la completa, la verdadera soledad consiste en no estar ni aun consigo mismo. Y no estarás de veras completa y absolutamente solo hasta que no te despojes de ti mismo, al borde del sepulcro. ¡Santa Soledad!

Todo esto dije a mi amigo y él me contestó en una larga carta, llena de un furioso desaliento, estas palabras:

«Todo eso que me dices está muy bien, está bien, no está mal; pero ¿no te parece que en vez de ir a buscar el sepulcro de don Quijote y rescatarlo de bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada?».





http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_antologia/unamuno.htm




miércoles, 19 de octubre de 2011

Caras y Caretas

Felipe Pigna

Director

La educación gratuita en todos sus niveles es una conquista inalterable de la sociedad argentina que tuvo sus jalones marcados por mucha lucha contra el oscurantismo y los sectores más retrógrados del poder. Nuestro país fue pionero con su ley 1.420 sancionada en 1884 que estableció la educación primaria, gratuita y laica en todo el país. Luego vendría la Reforma Universitaria de 1918, que logró que el gobierno de Yrigoyen convirtiera en ley sus demandas de libertad de cátedra, autonomía y cogobierno. Estos avances serían complementados con la gratuidad durante el peronismo. Nuestro pueblo sabe que no tiene que pagar por la educación más de lo que se deduce de sus impuestos y esta conciencia está instalada como un valor que ni la dictadura ni el menemismo pudieron quebrar a pesar de sus prácticas privatistas y excluyentes. Fue un logro de la sociedad argentina que aquellas medidas enunciativas se convirtieran en realidad a partir de la lucha del movimiento obrero y de las organizaciones sociales que posibilitaron el acceso real a esos derechos a partir de las mejoras de las condiciones materiales de vida. Llevó décadas que los pibes argentinos de todos los rincones accedieran efectivamente a las aulas en condiciones dignas. Esa masividad se logró recién en las décadas del 40 y del 50 con el peronismo y sus políticas activas. Aquella masividad motorizó la movilidad social y fue logrando que “m’hijo el dotor” no fuera un fenómeno de novela en la Argentina, sino una posibilidad concreta que se mantuvo durante los años 50 y 60 con el ingreso de hijos de trabajadores a las casas de altos estudios. La dictadura, con su “política de hambre a largo plazo”, como la llamó Rodolfo Walsh, y una represión feroz, fue cerrándoles las puertas a los que por ley estaban habilitados para acceder al derecho a educarse. Crecieron exponencialmente el analfabetismo y la deserción escolar, y las aulas se fueron vaciando en muchas facultades. La democracia trajo un renovado impulso inicial que se manifestó en una explosión de la matrícula entre 1984 y 1989. La crisis hizo lo suyo y las nefastas políticas recesivas de los 90 volvieron los relojes para atrás para que estudiaran los “únicos privilegiados” que, obviamente, ya no eran los niños.
En los últimos ocho años hemos vivido un inédito impulso a la educación en todos los niveles acompañado de un inédito estímulo a la ciencia y la técnica que posibilitó el regreso de miles de científicos, que habían dejado el país por falta de oportunidades. Estos logros históricos de nuestra sociedad adquieren más relevancia en el contexto regional cuando se compara nuestra situación con la de Chile, donde los estudiantes están librando una batalla histórica y decisiva por la equidad y la igualdad de oportunidades frente a un gobierno que, enceguecido por los espejos de colores del Banco Mundial y el FMI y el más crudo neoliberalismo, sostiene a través del presidente-empresario Sebastián Piñera que la educación gratuita no es justa, aplicando conceptos del marketing a la administración del país. Es muy alentador conocer que su popularidad, inicialmente muy alta, hoy está por el piso y que esto se debe a que la sociedad chilena está tomando conciencia de que no puede esperar nada bueno de alguien que se desentiende de la educación de su pueblo y que nadie se salva solo.

María Seoane

Asesora Periodística y Editorial


Este octubre 2011 ocurrirá lo inevitable. Los argentinos elegirán en las urnas a quien debe conducir los destinos del país hasta 2015. Las primarias dieron un veredicto demoledor: Cristina Fernández de Kirchner ganó con más del 50 por ciento de los votos la postulación a la Presidencia, base de su reelección. Los números indican una adhesión histórica a una dirigente que demostró que la gestión pública, la restitución de viejos o nuevos derechos ciudadanos, es la esencia de la política. Los argentinos parecen haber reconocido estas cualidades, además de vivir un momento como pocos en la historia económica, social y política de más de medio siglo. Un momento en que la libertad, el bienestar económico general y la paz son piedras angulares de esta gestión llamada kirchnerismo, algo no reducible a una gestión sino al desarrollo de lo que Ernesto Laclau llama “un movimiento único e inesperado”, y por tanto, original en su factura. Lo cierto es que el coro de tragedia con que suele sonar la oposición política, los lastres culturales del neoliberalismo, se expresaron en el sentido común de dos divas: Mirtha Legrand y Susana Giménez. Ambas reducen la adhesión de millones –más de once millones, por caso– de argentinos a que “votan con el bolsillo”, como si esa reducción a homo economicus no les correspondiera sobre todo a ellas que han hecho siempre de su profesión un negocio rentabilísimo. Millonarias de veras, que llenaron sus bolsillos, y por tenerlos llenos ya no necesitan –como los trabajadores, los empleados, los pobres– vivir de un salario digno, que es lo que la Presidenta dice discurso tras discurso. Son la raza de los propietarios (o propiotarios, como dice cierta voz popular) que ven con espanto la alegría popular. Ese sentido común lo ridiculizan muy bien en sus sketchs del programa Thelma y Nancy los cómicos cordobeses comandados por Max Dellupi: “En este país se van a terminar los pobres. ¡Y qué queda de los ricos si se terminan los pobres! ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién la va a tener? ¡La yegua!”. Desde la tapa de los grandes medios, así como desde esas tribunas de divas satisfechas en sus cuentas corrientes se estimula, se desea, que a la economía le vaya mal. Festejan que la soja baje su cotización internacional para que entren menos divisas; festejan que para sostener la competitividad de las empresas el Banco Central inunde de dólares el mercado; festejan la fuga de divisas… Festejan porque es la única forma de sostener que su mundo feliz se ampara en que a millones no les vaya tan bien. No son tilingos. No. Expresan el sentido común interesado de las clases dominantes argentinas. Y eso, aunque lo oculten, es la principal tragedia argentina.

http://www.carasycaretas.org/2263/editorial.html

lunes, 17 de octubre de 2011

MANUELITA

Los resistentes



Por José Pablo Feinmann

Ahora son viejitos. O están viejitos. Porque serlo, no lo son. Aunque vacilen al hablar o el Parkinson asome aquí y allá. Esta gente no envejece. Protagonizó una de las luchas más puras de nuestra historia. La hicieron al margen de la conducción de Perón. La hicieron desde el corazón de las masas. No mataron a nadie. “Nosotros no matamos a nadie.” Llevaron adelante una huelga ejemplar respaldada por todo un barrio populoso y proletario: Mataderos. Hicieron, así, la Comuna de Mataderos, pero hablada en el idioma del Buenos Aires obrero, de los perseguidos por la “Libertadora”, de los que estaban dispuestos a no ceder, a no humillarse, a seguir peleando. Si Alejandro Fernández Mouján mostró en su film anterior, Pulqui, cómo era “la patria de la felicidad”, en éste nos muestra la patria de la persecución y de la resistencia a esa persecución. Los que toman la palabra son los veteranos luchadores. Uno de ellos dice que la lucha que protagonizaron (La Resistencia) “está oculta. No la quiere levantar nadie”. Por supuesto: nadie tiene ni tuvo mucho interés en levantarla. Si bien la Jotapé la reconoció siempre como antecedente, era sólo eso: un comienzo, un balbuceo. Incluso en esa estrofa que le añade a la Marcha Peronista está expresada la imposibilidad de entender el germen, el núcleo esencial de la Resistencia: Ayer fue la Resistencia/ Hoy Montoneros y FAR/ Y mañana el pueblo entero/ en la lucha popular. Error, grave error. ¿Cómo tantos podían vocear una consigna tan mal construida? ¿Nadie se daba cuenta? La consigna debió ser: Y por siempre el pueblo entero/ en la lucha popular. ¿Cómo el pueblo va a estar recién mañana en una lucha que se define popular? ¿Cómo va a ser popular una lucha que no tiene pueblo? Ahí está el iluminismo de la vanguardia foquista. Ellos son el pueblo. El pueblo, todavía, no está en la lucha que se hace en su nombre porque le falta, porque no está preparado o no está organizado. Falso: si no está el pueblo, la lucha no es popular. Podrá ser foquista, vanguardista, el germen de un Vietnam, lo que se quiera. Pero no popular. (Vietnam fue popular porque la lucha la hizo un ejército con una gran conducción y el apoyo de todo un pueblo. No fue por azar que ganaran.)

Hubo, en las guerrillas latinoamericanas, un error fatal: creer que se podía luchar en nombre del pueblo pero sin el pueblo. Los resistentes de la Resistencia Peronista eran el pueblo. Por eso la continuidad que marca la versión montonera de la marchita es errónea: Ayer fue la Resistencia/ Hoy Montoneros y FAR. No es así. Montoneros y FAR no son la continuidad de la Resistencia. La Resistencia estaba formada por obreros. Las formaciones especiales (que Perón bautizo bien: especiales, para una etapa especial de la lucha) no nucleaban obreros, sino jóvenes de la mediana burguesía, educados, con lecturas, con instrucción militar en Cuba y con la lucha armada como metodología principal de la praxis. La Resistencia es anterior a la Revolución Cubana. Nace –como bien dicen los militantes que filma Fernández Mouján– el 16 de junio de 1955. Es decir, retornado a la queja que estamos analizando (¿por qué nadie recuerda, nadie levanta a la Resistencia Peronista?) tenemos una primera respuesta: la Tendencia Revolucionaria del ’70 la levanta mal. Desde el foquismo, no desde las masas. ¿Quién más pudo haberla levantado? ¿Perón? No: la Resistencia fue la más importante acción de lucha del pueblo peronista, pero se dio al margen de la conducción de Perón. Los viejitos de Fernández Mouján son peronistas, pero no esperan ni carta de Perón, ni comunicación telegráfica o telefónica ni el famoso casete del grabador Geloso de la época. No esperan nada. No pueden esperar. Se han largado a pelear por su cuenta. Incluso la dura condena que Perón arroja sobre el levantamiento de Valle tiene ese raro tufillo: se hizo sin la orden correspondiente, sin el visto bueno del Padre Eterno. Por eso fracasó. Fue prematura. Claro: él no la había ordenado, ¿cómo no habría de ser prematura? Los resistentes no pueden ser levantados por el líder porque el líder no los condujo. La Resistencia tendría que haber sido levantada por el Movimiento Obrero, pero, una vez derrotada, los jerarcas de la conducción sindical se olvidan de la lucha y adhieren al diálogo, a la conciliación, al pacto, a la negociación infinita. Se acabó la lucha. Y no hay nadie más. Los comunistas –aunque participaron– nunca se llevaron bien con los obreros peronistas. Los radicales, ni hablar. Partido de clase media, siempre pacta con el régimen antes de hablar con los obreros.

Por eso es tan valioso este film. Hay que verlo. (Se da en el Malba. Hay que verlo pronto para que no baje. Si no, los resistentes van a sufrir otra tristeza: haber tenido poco tiempo para que la gente los conozca, para contar su apasionante historia.) Hay que escucharlos y hay que mirarles las caras curtidas por los años y por las luchas que protagonizaron. Son Eladio “Tate” Martínez, Enrique “Chiche” Pecorino, Jorge Vázquez, Juan Carlos “El Negro” Cena, Rafael Cullen y Reynaldo Mena. Ellos miran a la cámara y hablan. Y dicen muchas cosas memorables: “¿Qué nos dio el peronismo? El coraje de discutirle a un patrón. ¿Vos sabés lo que es discutirle a un patrón? ¿Lo que era eso en 1946, 1947? Era increíble. Y nosotros lo hacíamos. Con el peronismo habíamos aprendido que teníamos el derecho de hacerlo. Que el patrón no era el mandamás al que había que tenerle miedo. No, era un tipo como cualquier otro. Y nosotros le discutíamos. Si le pedíamos aumento de sueldo, nos decía: ‘Andá a pedírselo a Perón’. Si queríamos vacaciones, lo mismo: Perón, que te las dé él. Era una venganza. Los habíamos ofendido. Porque el obrero –con el peronismo– empezó a tener dignidad. ¡Empezó a ir a Mar del Plata! De pronto, los patrones que paseaban cómodos y tranquilos por la Rambla nos vieron aparecer a los negros ¡haciendo lo mismo! No lo podían creer. Iban a los cines del centro. Al Gran Rex. O al Opera. Y de pronto se les sentaba un negro al lado. Ahí les nació el odio. Si llevábamos una carretilla y la teníamos que dejar 10 metros más allá pero sonaba el timbre del mediodía, ¡a la mierda!, dejábamos la carretilla donde estaba. Exactamente en el punto al que había arribado no bien llegó el timbre. Algunos decían: ‘¡Negro hijo de puta! Llevá la carretilla ésa adonde tiene que estar’. ‘Llevala vos. Yo trabajo hasta que suena el timbre. Ahí, el tiempo es mío’. Nos odiaban. Por eso se vengaron tan fieramente. El decreto 4161. Si decías Perón o Evita, si cantabas la Marcha ibas en cana. ¡Y cómo picaneaban, hermano!” “Yo –dice otro– salía con el escudito peronista en la solapa, pero lo daba vuelta para que no se viera. A veces, un cana me bloqueba el paso. ‘¿Qué llevás ahí?’ ‘¿Dónde?’ ‘¿Cómo dónde? En la solapa, atorrante. Dalo vuelta, vamos.’ Yo lo daba vuelta y el cana veía el escudito. Me decía: ‘Boludo, te puedo meter en cana un mes o más por eso? Yo le sonreía. Me le acercaba un cachito y le decía: ‘Dale, si vos también sos peronista’. El cana se sonreía, pero como conteniéndose. Por fin, decía: ‘Andate. Pero cuidate más. No te regalés. No todos son como yo’.”

Las reuniones se hacían en las cocinas. Ahí se juntaban los morochos de la Resistencia. Le decían la militancia de las cocinas. A uno no le gustaba que le dijeran Negro. “¿Cómo Negro, carajo?” –decía–. “Yo soy un morocho sudamericano.” Iban a bailar. A los clubes de barrio. A las milongas. Las mujeres contra una pared. Los hombres, contra otra. A las mujeres les decían “Teneme el chico”. Porque no tenían dónde dejar a los pibes y eran madres solteras. Entonces, si algún morocho sudamericano las cabeceaba para bailar, ellas le decían a la amiga que tenían al lado: “Teneme el chico”. Eran todos laburantes. Todos tenían que ver con algún gremio. El PC buscaba unírseles. Pero sus militantes no querían cantar la Marchita. Ahí se armaba. Había canas jóvenes que colaboraban. Toda la primera resistencia –hasta 1960– fue cerradamente peronista. No hubo izquierda. Pero no porque fuera rechazada. Sino por otro motivo: no se presentó. La izquierda era culta y discutía en revistas –que los resistentes no podían conocer– si el peronismo había sido un fenómeno nacional burgués, bonapartista o, sin más, fascista. Por qué no había hecho la reforma agraria, por qué no había expropiado a los Bemberg, por qué sólo fue un fenómeno distributivo y no revolucionario. Entre tanto, los obreros ponían caños. Hacían sabotajes. Eran sacados de sus casas. O los milicos entraban en las villas.

No hubo ni habrá nada como la Resistencia Peronista. La hizo el coraje y la lucidez de los auténticos obreros. No la condujo Perón. Ni pensaron en la lucha armada, en matar a alguien. Se reunieron en las cocinas y la huelga del frigorífico Lisandro de la Torre fue ejemplar. La tuvieron que liquidar cruelmente con tanques Sherman y 2000 soldados. Bajo el Conintes de Frondizi. Pero nada podrá detener la lucha de los desposeídos, de los condenados. No significa que van a ganar. Eso nadie puede decirlo. Y ya se dijo demasiado. No. Significa que van a seguir peleando. Porque un día –en plena lucha de la Resistencia– apareció una pintada en un pequeño lugar que llevaba por nombre Villa Manuelita. Y expresa el empecinamiento de los hombres por pelear hasta el fin por eso que los hace –precisamente– hombres, su libertad. La pintada decía: Los yankis, los rusos y las potencias reconocen a la Libertadora. Villa Manuelita no.


http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-142396-2010-03-21.html