lunes, 22 de diciembre de 2008
La mugre en el ojo ajeno
Por: Beatriz Sarlo
En general, las ciudades que no están sucias son también las ciudades donde hay menos gente pobre que se gana la vida con lo que encuentra por la calle. Esto es una regla. Los pobres siempre están en los lugares más sucios: en las villas miseria donde no hay cloacas ni agua corriente, debajo de las autopistas, en casillas con paredes de cartón que más que protectoras son simbólicas, revolviendo la basura para ver si encuentran comida, o cartoneando. En consecuencia, como en Buenos Aires los vecinos no clasifican sus desechos y no hubo gobierno decidido a obligarlos, las veredas quedan como si hubiera pasado un batallón de zapadores. Muchos pobres duermen en los zaguanes y no se esmeran para convertirlos en un espacio de design, sino en un amontonamiento de objetos rotos que sólo tienen utilidad para ellos. Cuando revuelven la basura, tiran todo lo que no les sirve a la vereda porque la ciudad es un reservorio de restos y no la urbe reluciente de las fantasías (razonables) de los otros vecinos. Nunca vi a nadie revolviendo la basura en Berlín y tampoco hay basura en sus veredas. Por otra parte, el escándalo que produce alguien tirando una lata de cerveza por la ventanilla de un tren en marcha, obliga a fijar la vista en esos trenes, los del Sarmiento por ejemplo, que son carcasas de material percudido y vidrios rotos donde es difícil que nadie se sienta tentado a practicar las reglas que la urbanidad establece para deshacerse de la lata que se ha terminado de beber mientras se sostiene, con el cuerpo, las puertas abiertas de un vagón repleto donde falta el aire, pese a que también faltan selectas ventanillas y los asientos están tajeados porque, en un círculo que nadie interrumpe, es difícil que alguien cuide un vagón calamitoso. La ciudad es, entre otras cosas, un artefacto pedagógico. Si lo que muchos aprenden para sobrevivir en ella son las habilidades del cirujeo, no parece probable que éstas se practiquen acompañadas por un cuidado meticuloso por la limpieza de los espacios comunes, como si los que cirujean en Buenos Aires fueran pobres vocacionales que han elegido comer de la basura o cartonear para pasar más tiempo al aire libre. Si los argentinos nos hemos acostumbrado a vivir con tantos pobres, deberíamos acostumbrarnos a pensar que, así como los ricos construyen piletas en sus countries y las capas medias pagan las expensas de los departamentos, los pobres no tienen nada que construir ni ningún recurso que ahorrar; ningún entorno urbano les parece más importante que aquel donde pueden recoger la mayor cantidad de materia para su supervivencia. Si dan asco las veredas cubiertas de basura producida por el "reciclaje" cartonero tendríamos que pensar que a los cartoneros tampoco les fascina, como única salida laboral (un destino final más que una "salida") revolver la basura que producimos, ni mandar a sus chicos a pedir ropa vieja mientras ellos destrozan las bolsas de los consorcios. Por supuesto, faltan procesadoras de esos residuos, plantas de acopiamiento, etc., etc. Pero lo que falta, en primer lugar, son condiciones sociales que no impulsen a la gente a vivir al lado de la vía para estar más cerca de la basura que debe transportar, sin que se la roben otros pobres. Si miles de personas viven de la basura e instruyen a sus hijos para que puedan seguir con ese oficio de subsistencia, no es sensato fantasear que la ciudad donde se desarrollan sus vidas sea impoluta. ¿Alguien vio alguna vez una villa miseria impoluta, decorada como un jardín para excluidos? Un papel de chocolate tirado al suelo por un adolescente a la salida de un colegio secundario es una marca de suciedad mucho más intolerable que las bolsas de basura destrozadas sobre las veredas nocturnas. No hay razones para que ese papel esté en el suelo. Todo indica, en cambio, que las veredas nocturnas donde han trabajado las familias de cartoneros quedarán inevitablemente cubiertas de desechos. Nadie les paga a los cartoneros para que barran la vereda que ensucian, nadie puede exigir de ellos una disciplina urbana que está en contradicción con los lugares horribles donde comen y duermen y crían a sus hijos, y se enferman. A veces veo a una chica que avanza, por el carril de los colectivos, como una audaz o una suicida, arrastrando esos artefactos cúbicos construidos con arpillera sintética y seis caños. La chica lleva una pollera hasta debajo de las rodillas y una remera arriba de la cintura; tiene el cuerpo de una gimnasta y va descalza, elegante, con la espalda arqueada hacia atrás por el esfuerzo. Trabaja como bestia de carga, lo que se llama "tracción a sangre". Algunos cartoneros que se reúnen en la barrera, han ocupado una parte de la vereda con colchones viejos; otros duermen junto a su atado. Frente a ellos, hay algo de inmoral en el lamento sobre la limpieza de la ciudad. Algunos cartonean desde hace diez años, otros desde el comienzo de este siglo. Son prueba de una escena social a la que no ha llegado todavía el derrame de la nueva abundancia, excepto en la cantidad de basura que esa abundancia ofrece siempre a sus miserables.
http://www.clarin.com/diario/2008/04/27/sociedad/s-01658792.htm
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